martes, 4 de marzo de 2014

UNA HISTORIA DE BASURAS


   “Sí, señor, era ese hombre, el de la fotografía de su periódico. Lo mataron hace dos noches, en el basurero, y no será fácil encontrar su cadáver tras el festín de las ratas”, me confesó. Yo no podía apartar la mirada de sus botas, estaban tan fuera de contexto que me atraían como un enigma imantado que era necesario descifrar. Todo en él era viejo, raído por el tiempo, el uso abusivo y la suciedad, sin embargo, sus botines de diseño italiano y fino cuero brillaban impolutos bajo la luz cenital de la oficina. “Eran suyas –me dijo, señalando con el dedo la fotografía del juez. Logré quitárselas antes de que las ratas atacaran en masa. ¿No me buscaré un lio por ello, verdad? Él ya estaba muerto y yo las necesitaba. Hacía meses que el agua se filtraba por los agujeros de mis zapatos y el basurero siempre está lleno de charcos”. “No se preocupe, nunca filtro mis fuentes si ellos no quieren”, le tranquilicé. “Le cuento esto porque necesito el dinero que usted me ha ofrecido. En el basurero cada día se encuentran menos cosas de valor, esquilman los contenedores y apenas llega ya nada allí, y yo tengo que alimentar a mi familia. Pero no quiero problemas, ni con la gente que se mueve por el lugar en el que me busco la vida, ni con la policía. Y de los jueces ni me hable, no nos dejaron en paz hasta que nos castigaron por ser pobres y nos echaron a la calle”, me expuso con claridad. “Entonces, ¿vio usted al asesino?”, le inquirí. “Sí, les vi llegar en un Mercedes, sobre las dos de la madrugada, la hora de menor vigilancia en el vertedero. Eran tres. Sacaron del maletero a ese señor, lo llevaron al borde del agujero, le dispararon en la cabeza, lanzaron el cuerpo por el precipicio y se largaron. Apenas me dio tiempo de quitarle las botas al muerto. Las ratas ya lo devoraban cuando llegaron los camiones de tierra que, antes del amanecer, ya habían enterrado la basura y el cadáver. En cuestión de tres horas allí sólo había una llanura de tierra baldía.” “¿Logró ver con claridad a los asesinos?”, le pregunté. “Tenga la seguridad, señor periodista, de que si me encuentro con ellos evitaré cruzarme en su camino. Pero le diré que no, que estaba escondido a cierta distancia y que la noche era muy oscura. Aunque mis circunstancias sean míseras sigo amando la vida y usted tampoco va a lograr que mis circunstancias mejoren, ¿verdad? Mire, prefiero seguir en el anonimato y sobrevivir como pueda cada día. En este país el poder y la impunidad se dan la mano y yo sería un obstáculo muy fácil de derribar. Mi familia me necesita vivo, porque tiene la mala costumbre de comer cada día. Toda una desgracia, ya ve”.

   Bruno González no podía ser el asesino material del juez que lo envió a la cárcel. Cuando desapareció el jurista él llevaba en prisión tres meses. Y, aunque el juez sí denunció públicamente las presiones a las que se le estaba sometiendo desde muy altas instancias, nunca llegó a temer por su vida. Bruno González, el conocido como emperador de las basuras levantinas, fue imputado por fraude, malversación, tráfico de influencias, falsedad documental y blanqueo de capitales. Comenzó su andadura empresarial como un pequeño constructor y ahora era un gran promotor inmobiliario, además de explotar la concesión de la recogida de basuras en incontables municipios levantinos. Los tres cementerios de basuras que explotaba estaban en tierras que antaño formaban parte de parajes naturales que habían sido recalificados por los concejales de urbanismo y los alcaldes de los distintos consistorios. Otro tanto ocurría con las tierras en las que construía sus emporios urbanísticos. En cuestión de diez años había dejado de ser un currante de sol a sol para convertirse en un severo hombre de negocios multimillonario, pleno de ambición sin medida y carente de toda piedad. Aunque su capacidad de seducción nunca mermó, sobre todo entre aquellos que podían ofrecerle más de lo que él estaba dispuesto a dar. Yo no podía demostrarlo, pero estaba convencido de que tenía algo que ver con la desaparición y más que probable muerte de juez. La policía seguía sin pistas y yo quizás podría hallar alguna evidencia si me entrevistaba con el empresario en prisión. Solicité una entrevista con él y me fue concedida.

   Bruno González me recibió en su celda, no sin antes haber sido cacheado escrupulosamente por los funcionarios y haberme sido requisado el móvil y la grabadora que ocultaba en el dobladillo del pantalón. “Siéntese. No podrá tomar notas, ni grabar nada de nuestra conversación”,  me ordenó sin tapujos el delincuente Bruno. Me acomodé en una silla de frágiles tubos de metal y lo miré, de pie junto a la ventana, con el brazo extendido y la mano abierta más allá de los barrotes, como intentando acariciar los últimos rayos del sol antes de que éste huyera a otras fachadas menos sombrías. Cerró los ojos un instante, concentrándose en el agradable calor de las yemas de sus dedos, hasta que el sol se fue. Entonces volvió a abrir los ojos, fijó su mirada en mí y dijo: “¿Por qué está haciendo esto?, levantando infamias sobre mí, usted sabe muy bien que no he tenido que ver nada con la desaparición del juez, aunque no negaré mi satisfacción por ello, me ha metido en la cárcel sin prueba alguna y creo que tengo derecho a odiar a mis enemigos”. “Tengo una fuente que asegura haber visto cómo asesinaban al juez en uno de sus vertederos”, le contesté. “Una fuente. ¿Qué es una fuente? Algo de lo que mana agua y se diluye, algo etéreo, inconsistente. ¿Tiene esa fuente acaso nombre y apellidos? ¿Debilidad o necesidades? ¿Tiene desesperación? Quizás todo a la vez, además de miedo, por supuesto, como todos menos usted. ¿Por qué usted no tiene miedo? ¿No le gustaría vivir como otros colegas de su profesión que son muy bien remunerados, sin miedo y colmado de placeres?, me susurró mientras tomaba asiento en el mullido sillón que había frente a mí. “¿Esta usted tratando de sobornarme o de amenazarme, señor González?, le pregunté, clavando mis ojos en su mirada. Él movió hacia arriba los hombros, me sonrió y me volvió a susurrar, esta vez acercando sus labios a mi oreja: ¡Que tremebundo es usted, señor periodista! Debería tener otra actitud más proclive a la alegría. Al fin y al cabo eso es lo que vamos a recordar cuando se acerque el fin. Los buenos momentos, ¿verdad?, y con dinero en los bolsillos siempre tendremos más buenos momentos. En cambio, con los bolsillos agujereados y esa rigidez moral tan lúgubre sólo conseguirá convertirse en un viejo amargado que no soporta ni al mundo que le rodea, ni a sí mismo. Dígame, señor periodista, ¿nunca ha deseado joder a su jefe?, confiese que sí, por favor, diga la verdad, porque está claro que, hasta ahora, jamás lo ha conseguido. Yo sí, yo lo consigo siempre y hasta me he follado a espléndidas alcaldesas, revolcándonos ambos entre los billetes de 500 euros y las basuras que previamente habíamos esparcido por el suelo. Sibaritismo y sudor animal, la mezcla más explosiva que existe. Los instintos más salvajes emergiendo sin pudor de nuestras pieles, tan semejante a la suya. Nada hay comparable al éxtasis copulativo del lujo y la inmundicia. Nada. Y créame si le digo que cuando has vivido una experiencia así, ya no puedes evitar desear que se repita de nuevo, con urgencia, como si tus venas necesitasen imperiosamente esa forma de extraña heroína de la que ya nunca te podrás desenganchar. Dime que quieres probarlo y se te facilitará, sé que te gustará, y tú también lo sabes, pero no tardes demasiado en decidirte”. Volvió a acomodarse en el sillón, como se instala un huésped que acaba de comprar la casa. Y yo, que mantuve la templanza a pesar de su proximidad, le miré a la cara y le dije: "No se saldrá con la suya, esta vez no. Surgirá otro juez honesto que lo condenará a pudrirse en la cárcel, señor González. En este país ya no permitimos la impunidad, ni a delincuentes como usted. Revelaré a la policía el nombre de mi fuente y ésta les conducirá a lugar en el que está enterrado el cadáver del juez. No todo el mundo está en venta. Aún quedamos algunos que confiamos en la honradez de la mayoría de la humanidad y los criminales codiciosos como usted no merecen vivir entre nosotros”. “¡Qué equivocado estas, chaval! –me contestó con una irónica sonrisa en el rostro. No es la honradez, ni la ética, ni si quiera el amor, el motor que mueve el mundo. Es el deseo el que acaba transformando todo”.

     Mes y medio ha pasado ya desde aquella entrevista. Y hoy, Bruno González, el promotor inmobiliario y emperador levantino de las basuras, ha sido puesto en libertad. En la rueda de prensa ofrecida a los medios tras su liberación, se ha mostrado como una víctima más de las conspiraciones de la izquierda radical y extremista de este país, aseverando haber demostrado con rotundidad su inocencia, limpiando de toda sospecha su buen nombre, a pesar de todas las injurias que aún se vierten sobre él en algunos medios de comunicación. La policía localizó a Inocencio Garzón, aquel hombre de aspecto ajado y relucientes botas, pero no quiso colaborar con ellos. Nunca dijo nada y negó haber hablado conmigo jamás. Ya no tenía que rebuscar entre los desperdicios del vertedero, ahora guardaba la reja de posibles curiosos y buscavidas de la putrefacción y le habían construido una casita de madera en la entrada del recinto. Se le veía más feliz, mirando siempre el polvo que, a lo lejos, levantaban los camiones y el vuelo majestuoso de los buitres sobre el cementerio de basuras. El juez al que fue asignado el caso dijo que el coste de remover el vertedero sería muy elevado y era muy improbable, viendo la poca credibilidad de mi periódico, el hallazgo de ningún cadáver allí y se dio prisa en cerrar un caso cuya resolución exigía con prontitud la ciudadanía. La mitad de los delitos imputados ya habían prescrito y la otra mitad carecía de contundentes pruebas incriminatorias. Era de esos árbitros que ante la duda prefería no pitar penalti. El resultado final fue una multa por fraude a Hacienda de 500.000 euros y 6 meses de prisión, habiéndolos cumplido ya el reo en preventiva. Todo volvía a ser como antes de la crisis, aunque está no nos hubiese abandonado todavía. Todo permanecía igual, menos yo que, triste y amargado, comenzaba a sentirme envejecer, como un cadáver al que se aproxima un ejército de ratas.


  
Del libro: "Historias de la puta crisis" 

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