lunes, 17 de febrero de 2014

UNA HISTORIA MACABRA



   “Encuentran el cadáver de una chica de 16 años muerta por sobredosis”, rezaba el titular del artículo que acababa de escribir. Al día siguiente lo leerían los ciudadanos en la edición de papel y, posiblemente pensarían: “Una más de tantos jóvenes sin salida ni preparación que cae en el camino”. Y no se equivocarían. Lucía nunca fue buena estudiante, ella quería ser artista. Cantante para ser exactos, como su adorada Pink. Por eso llevaba piercings. Dos tan sólo por ahora, uno en el ombligo oculto a las miradas paternas y otro, tras larga y victoriosa batalla, en la nariz. También vestía con el mismo aire de provocación de su ídolo, camiseta sin mangas, faldas cortísimas y maquillaje punk. Todo de marca. Imprescindible. Porque a Lucía le gustaban las cosas buenas y con clara apariencia de ser muy caras. Había sido educada en la ostentación. Marcelo, su padre, un avispado vendedor de maquinaria para la construcción, ganó mucho dinero en los años del boom inmobiliario y concedía a sus hijos todos los caprichos, instándoles además a mostrar sin pudor sus posesiones como muestra evidente de la bonanza familiar. Él y su mujer hacían lo mismo, fardando ante amigos y conocidos de la sagacidad del marido en los negocios. Vivían al día, entrando en la caja tanto como salía, y convencidos de que nunca dejaría de manar su cuerno de abundancia. Pero llegó la crisis, el mercado inmobiliario se hundió y quebraron muchas constructoras que dejaron de pagar a sus proveedores. Marcelo dejó de sonreír y, en menos de un año, engrosó las listas del paro. Incluso su liquidación de contrato fue miserable tras la nueva reforma laboral.

   Como pueden suponer, una chica rebelde como aquella Lucía de 14 años no se iba a resignar a la nueva situación, acostumbrada como ya estaba a la buena vida. Con su padre siempre de viaje, su madre liberal y los bolsillos llenos hacía siempre lo que le venía en gana. Aquellos fines de semana sin horario de llegada a casa, recorriendo discotecas y afterhours en los que se inició en el alcohol, las distintas drogas y el morbo sexual con chicos y chicas eran su rutina. A los 9 años besó a Hugo y a los 13 a su amiga Raquel. A los 14 ya había follado con ambos géneros. Y ahora, de repente, le habían cortado las alas y la obligaban a renunciar a todo. Ya no habría juergas nocturnas en las que la cocaína y los éxtasis fluyeran como ríos, o peor aún, las habría, pero con ella fuera de juego, sin poder provocar la envidia acostumbrada, con las botas raídas de antiguas temporadas y a expensas de que otros la quisiesen invitar al botellón. “Me han dejado sin nada y yo también lo quiero todo”, se decía al ver en televisión las pancartas que portaban los jóvenes en las manifestaciones del 15M. Sin embargo, ella no estaba dispuesta a ser un perroflauta. No, ella tenía clase, pensaba, y hallaría una solución para conseguir dinero fácil.

   Fue Ivan, su antiguo camello, quien le concedió una inmejorable oportunidad. Él tenía clientes distinguidos y con gran poder adquisitivo a los que les molaban las jovencitas. Viejos viciosos dispuestos a pagar una buena cantidad a cambio de su sabroso coño. No iba a ser la primera vez que lo hacía con un señor mayor, el dueño de una discoteca y el portero negro de otra ya habían caído en sus redes de mujer fatal, de modo que a sus 15 años ya estaba preparada para la amargura de cualquier trago, pensó. Deseaba con ahínco un móvil de última generación y cambiar, por fin, su vestuario, cosas que tuviesen un verdadero valor según sus convicciones, tan alejadas de la moral estúpida de los otros. Aceptó la propuesta. Iván se llevaría su comisión y a ella le pagarían en efectivo y en seductoras posturas de drogas. Durante un año fue la muñeca sexual más morbosa de la ciudad, sin que sus padres extrañasen sus nuevos abalorios, ni las ojeras de abismo dibujadas en su rostro. La heroína se fue convirtiendo, poco a poco, en una aliada para poder seguir comiendo pollas decrépitas sin vomitar. Se alejó cada vez más de los amigos y, a veces, perdía la noción de su propia existencia. Ya ni recordaba aquellos tiempos de instituto, tan sólo un año atrás. Ya ni tan siquiera escuchaba las nuevas canciones de esa extraña llamada Pink.

   En la madrugada de ayer una persona encontró su cadáver dentro de un contenedor de basura en un barrio residencial. Todavía colgaba la jeringuilla de su brazo, frío como la escarcha. Estaba desnuda y el rictus de su rostro denotaba una profunda tristeza. “Yo buscaba comida en el contenedor para mis hijos cuando la encontré, ¿sabe usted? La mayor tendrá su edad”, confesó entre sollozos a la policía, y señalando hacia aquel cuerpo profanado, el autor de tan macabro hallazgo.


Del libro: "Historias de la puta crisis"

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