miércoles, 1 de enero de 2014

UNA HISTORIA DE SUPERVIVENCIA



   El hambre es una muerte que se hace la olvidada. Decide no existir ya que nadie habla de ella. Sólo quienes la padecen conocen el fuego negro de sus alas, los mares de sal que vierten sus heridas, las arañas fieras que corroen las entrañas de la humanidad más desamparada.

   Él también era una ser desamparado. Saltaba a la vista. Sus zapatos raídos, los vaqueros desgastados por el uso forzado, el pozo sin vida de su mirada esquiva. Era un día tórrido de finales agosto, en el que el aroma nauseabundo de las basuras acumuladas en la calle, por el efecto de la huelga, se colaba sin piedad por las ventanas. Se sentó en mi mesa del periódico, frente a mí y me dijo: “Dirán que la maté. Ellos viven en la abundancia y jamás llegarán a comprender cuánto puede llegar a soportar un desesperado. Créame, no existe realidad más infernal que el juego de la supervivencia”. Le dije que se tranquilizara, viendo el estado de nerviosismo en el que se encontraba. Sus manos temblaban, como dos pesadas libélulas que intentaban posarse sobre la mesa. Le pregunté cuál era su nombre. “Manuel. Manuel García -me contestó, y he venido a confesarlo todo antes de entregarme a la policía”. La curiosidad inherente a mi oficio me obligaba a indagar más y comencé a interrogarle: “A la policía. ¿Por qué? ¿Qué delito ha cometido?” “Ninguno, pensé en cometer alguno muchas veces, no lo niego, pero siempre me vencía el miedo a ser detenido y la posibilidad de verme forzado a abandonar a mi familia. Aquí el único delito es el del silencio, ese que nos mantiene encerrados, a mi familia y a mí, en el olvido y en la más atroz de las miserias: La desidia silenciosa de los otros, la soledad brutal en el más absoluto desamparo”, me contestó. Pero entonces, ¿por qué dirán que usted mato a quién?, le pregunté directamente. “Antes necesito que usted sí comprenda y sólo entenderá si me acompaña a casa”, me dijo. “Bien, espere que busque a un fotógrafo y ambos le acompañaremos”, le dije, pensando más en mi seguridad que en los hechos misteriosos de un artículo.

   Antes de subir al coche, Manuel nos pidió que le acompañásemos a un cajero automático. Sacó una tarjeta de su desvencijado pantalón y comenzó a teclear sobre la pantalla. En unos segundos la máquina le entregó 440 euros e, inmediatamente, el recibo con el saldo restante en la cuenta: 2,15 euros. Nos mostró el recibo y antes de guardarse el dinero nos dijo: “La pensión de mi madre. Esto es todo lo que le quedará a mi familia”. Dos lágrimas de hondo dolor descendieron por su rostro.

   Vivía en la calle amargura, en el segundo piso de un edificio sin ascensor, ni balcones. Era un barrio construido a mediados del siglo pasado, pensado para albergar a los trabajadores inmigrantes de otras regiones españolas, que venían a la capital huyendo de sus tierras áridas y con la esperanza de lograr un futuro mejor. Gente trabajadora que, a base de su propio esfuerzo, sacaron adelante a sus hijos para que éstos, después, acabasen abandonando a sus padres por sueños de estúpidos resorts hipotecados. Los ancianos que morían deshabitaban casas que eran alquiladas a otros inmigrantes, esos que cruzan el charco, inmenso para los que llegan en avión y no tanto para quienes lo cruzan en patera. En el trayecto automovilístico, Manuel, nos contó que él también se largó del barrio, pero que tras los cinco años de paro que sufría y el desahucio de su vivienda, se vio obligado a volver a la casa de su madre, ya viuda. Era ingeniero industrial hasta que quebró la empresa y ya nadie volvió a contratarle. Su mujer trabajaba en la misma empresa que él, allí fue donde se conocieron hacía 12 años, y sufrió la misma y nefasta suerte. A ambos se les acabaron las ayudas gubernamentales y si no llegaron a alimentarse de los cubos de basura fue gracias a su madre, que los acogió en casa, al matrimonio y a sus dos hijos.


   Lo primero que se sobresaltó al abrir Manuel la puerta fue nuestra pituitaria, el nefando olor de aquella casa era insoportable. Era un olor diferente al de la basura esparcida por las aceras, era más dulzón y pegajoso. Se adhería a nuestra piel como una babosa atenazada de terror. La casa apenas tenía muebles. En las paredes sobresalían cercos cuadriculados, como los que deja la ausencia repentina de algún cuadro. En la cocina, algunos platos sucios del desayuno matinal y el vapor de un cocido a medio hacer. En el comedor, una pequeña televisión analógica sobre un mueble cochambroso, una mesa, cuatro sillas y un sofá de dos plazas en los que se arremolinaban la esposa de Manuel y el hijo mayor de nueve años. Ambos se abrazaban como si esperasen, atemorizados, el final irreversible del mundo. Ninguno de los dos se levantó ante nuestra presencia. Permanecieron en silencio, aferrados el uno al otro, mientras Manuel nos mostraba el resto de la casa. Las dos habitaciones eran sobrias, sin apenas decoración, y en ambas las camas estaban deshechas. En la de matrimonio nos llamó la atención las bolsas de basuras negras que, por su blandura y liviano peso, parecían contener prendas de ropa y el candado que cerraba el armario. Manuel intuyó nuestra curiosidad y abrió el candado, mostrándonos la despensa familiar. “A los niños les cuesta entender la necesidad de racionar los alimentos”, nos dijo azorado. En la habitación de los niños no habitaban juguetes. Desde nuestra entrada a aquella casa nos acompañó el canto melifluo de una niña, pero ésta no aparecía por ninguna parte. Hasta que Manuel nos condujo por el oscuro pasillo hacia una puerta, la del baño, la única estancia que nos quedaba por visitar. En ella estaba la pequeña Laura, sentada sobre el suelo, una preciosa niña pelirroja de seis años. Entre sus manos tenía la fría maño de su abuela y le cantaba una nana, muy bajito, ya que no la quería despertar. La abuela dormía eternamente en la bañera, encharcada por el agua del deshielo. Su cuerpo era de color morado, estaba hinchado por la descomposición y, en su interior, era devorada por gusanos. “Sucedió hace algo más de un mes e imaginamos que fue un ataque al corazón. ¡Qué podíamos hacer! Sin su pensión no podemos sobrevivir. Es mi madre y la quiero, pero decidí callarme por la supervivencia de mis hijos”, nos confesó Manuel. Luego entregó la pensión de la abuela a su mujer, la besó con desesperación, ignorando cuándo lo podría hacer de nuevo, y nos miró, diciendo: “Y ahora, si lo desean, pueden acompañarme hasta la comisaría más cercana”.  



Del libro "Historias de la puta crisis"

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