lunes, 16 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA FASCISTA


   “Debes entenderlo –me dijo Carlos, y yo le presté atención, no podemos actuar como nos gustaría. Si los masacramos a palos o les pegamos un tiro en la calle nos pueden acusar y el resultado sería nefasto para nuestro glorioso movimiento. El pueblo necesita ser evangelizado de forma sutil. Ese es nuestro cometido, pero sin que sea necesaria la confrontación, porque la izquierda demagógica siempre está al acecho y usará cualquier escusa para enervar los falsos sentimentalismos. No. Nosotros seremos más inteligentes y actuaremos con discreción absoluta y la mayor de las eficacias”

  Ya habían pasado tres años desde que me rapé al cero y me tatué la cruz gamada en el pecho. Era necesario mimetizarse si quería infiltrarme con éxito. Lo conseguí, sin que nadie lograse averiguar mi inquietud periodística. Por entonces el director del periódico era otro y me sugirió la idea. Yo filtraría lo descubierto y él lo redactaría con un pseudónimo acordado por los dos. La cosa fue bien durante un año y algunos de mis compañeros de armas actuales cayeron por las pruebas que logré aportar a la justicia. Tras ese año cambiaron al director del periódico y ya las pruebas aportadas nunca eran suficientes y todo aquello de lo que informaba se publicaba tergiversado, como si todo lo que hiciera el grupo no fueran más que la gamberrada de un tipo sin control y que nada tenía que ver con banda alguna. Tuve ganas de dejarlo todo, sin embargo, el nuevo director insistió: “Tu trabajo sigue siendo necesario. Tengo presiones, lo has de entender, hay cosas que no se pueden publicar sin pruebas fehacientes. Y esa es tu labor, encontrar esas pruebas”. Si, pero hallara lo que hallara nunca era suficiente.

   “Lo primero es identificar a los extranjeros, sobre todo negros, moros y sudacas, como los culpables de esta crisis. Ellos nos quitan el trabajo, se curan en nuestros hospitales pagados con nuestros impuestos y están pidiendo continuamente subvenciones a los gobiernos de izquierdas para mandarles el dinero a sus familias en el exterior. Y a los españoles que están pasando hambre que los zurzan. Esto no puede seguir así, tenemos que meterles el miedo en el cuerpo y que se larguen a sus putos países de mierda. Lo de los españoles para los españoles –me decía Carlos, el más fanático de todos. Por eso es más importante nuestra labor social que ejercer la violencia de forma pública contra las cucarachas foráneas. No debes sentirte mal por tener que ocuparte de alimentar a los españoles que nos llegan solicitando ayuda, en vez de descargar tu adrenalina cazando indeseables en la noche” Yo disimulaba ante él mi desazón. Lo cierto es que quería indagar más sobre las actividades del grupo y desde la cocina de la asociación toda pregunta era infructuosa y, además, podría resultar sospechosa. Tendría que aguantar más tiempo así, dedicándome a repartir aquellos polvos blancos que Carlos me traía entre la cuarta parte de los alimentos que lográbamos recaudar diariamente, clasificarlos y empaquetarlos de forma diferenciada a los demás y, cuando los repartía entre los cientos de míseros españoles que venían a buscar alimentos, dejarles claro que los marcados con la cruz roja no eran aptos para comer, que estaban en mal estado y les solicitábamos que los tiraran a la basura. “A los contenedores de basura de vuestros barrios, no en los cercanos a la asociación”, era mi rotunda orden final.

   Lo cierto es que aquello siempre me resultó extraño. ¿Por qué manipular alimentos sanos para acabar tirándolos a la basura? No tenía sentido. Pero los ciudadanos, orgullosos de su alianza nacional con nuestra causa, cumplían la orden sin dilación. Y yo seguía ordenando lo mismo cada día, temeroso de que me pudieran investigar. Las llamadas telefónicas del director de mi periódico se volvieron más infrecuentes, aunque seguía recibiendo el pago de la nómina en la cuenta de Miguel Machado, mi verdadero nombre. Pedro, el personaje que interpreto en la actualidad, sobrevive como puede de lo que el movimiento le da, entre el miedo terrible a ser descubierto y la soledad del espejo vacío en el que ya me miro.

   “Pero yo necesito acción, Carlos, partirle la cara a algún negro cabrón” le dije, tratando de mostrar la actitud de un matón. El sonrió y abrió el ordenador portátil. Abrió una carpeta que contenía un video y le dio al play. En la pantalla aparecí yo, repartiendo el polvo blanco en los alimentos. “Esto que haces cada día lo grabamos y guardamos en nuestros archivos como la prueba de nuestra más gloriosa acción, el genocidio de los superfluos. ¿Por qué piensas que te insistía tanto en que te pusieras guantes al manipular esos polvos? ¿Acaso aún no has adivinado de qué se trata?”, me preguntó Carlos socarronamente. “Para nosotros eres un héroe, chaval”, exclamó, a la vez que me acercaba un ejemplar de mi periódico en que resaltaba un titular: en dos barrios periféricos de la ciudad habían sido halladas dos familias muertas por intoxicación alimentaria. Una era de origen magrebí y la otra senegalesa y, en ambas, el forense había hallado restos de cianuro.


Del libro "Historias de la puta crisis"


No hay comentarios:

Publicar un comentario