viernes, 27 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DE TURISMO Y CAZA


   Tengo miedo. Me tiembla el fusil en las manos. No sé qué me espera en mitad de esta oscuridad. Tan sólo Hassam me acompaña, y el resplandor de los rayos de la luna llena sobre las cuchillas de la verja. Todo lo demás está en negro, como la boca de una enorme hiena. Pero espero. Tengo que saber al fin a qué he venido. Y pronto lo sabré, en cuanto suenen los silbidos. Será entonces cuando debo comenzar a disparar, me ha dicho Hassam.

   ¿Cómo llegué aquí? No es una historia sencilla. El recorrido estuvo lleno de sorpresas y opacos vericuetos. Tuve suerte, o acaso la intuición necesaria para adivinar mis acertados pasos. Todo comenzó un año atrás, en Abril de 2019. Fue entonces cuando el director de mi periódico me encargó un artículo sobre los mejores destinos turísticos de nuestro destrozado país. Todo iba mal, la industria se había desmoronado, nuestros mejores investigadores se marcharon a tierras más ventajosas, las empresas agonizaban sin créditos bancarios, el déficit seguía siendo incontrolable y el paro se acercaba peligrosamente a los siete millones. El único sector que mejoró fue el turismo, que crecía al mismo ritmo que se hundía la economía familiar de los españoles. Los destinos de mayor afluencia turística seguían siendo los mismos desde décadas, pero a mí, tras un estudio concienzudo de los datos, lo que más me llamó la atención fue que Melilla se había convertido, desde hacía un año, en el destino más rentable. En los últimos meses la afluencia de turistas de gran poder adquisitivo había crecido en esa ciudad de manera exponencial. ¿Por qué? ¿Qué había en esa ciudad para que fuese tan atrayente para el capital?

   Al cabo de un mes indagando por las altas esferas ministeriales pude informarme de que detrás de la promoción turística de esa ciudad estaba el lobby de los cazadores. Lo cuál me sorprendió, ya que la provincia de Melilla carece totalmente del tipo de fauna que éstos suelen codiciar. Por otro lado, parecía imposible contactar con ellos para una entrevista, sólo me confesaron que no se trataba de un destino de caza, sino más bien de un destino paradisíaco para el descanso de los guerreros. ¡Curioso que usaran esa palabra en vez de la de cazador! Y lo de paradisíaco, no sé, vale que el recinto amurallado y las edificaciones modernistas de la ciudad tengan su interés, pero yo, como todos, imagino a esos poderosos señores en otros paraísos, como Las Seychelles o Hawai. No me lo pensé, me saqué un billete de avión y viajé a Melilla con la intención de descubrir el enigma. Me convertí, de repente, en un joven empresario de éxito con innumerables negocios en China. Fue el director de mi periódico quién me lo sugirió y la empresa correría con los gastos, siempre que no fueran excesivos.

   El casco antiguo de la ciudad parecía un fuerte anticomanche, con su recinto amurallado y la atalaya luminosa de su faro. Me alojé en el hotel Rusadir, uno de los mejores de la ciudad y en el que mi intuición me decía que tendría algún encuentro fructífero. No me equivoqué. Estaba lleno de turistas de muchos países que viajaban en grupos concertados por el lobby de los cazadores. Durante días observé sus llegadas y partidas, pero jamás vi en sus manos equipaje en el que pudieran trasladar algún tipo de armamento para la caza. Todo parecía transcurrir en la normalidad, a excepción de las innumerables visitas de un capitán de los regulares que se reunía con los turistas en un reservado del salón. Las consignas que allí se daban eran imposibles de conocer y por más que me interesé por ellas, preguntando a consignados y personal del hotel, siempre hallaba un sombrío silencio por respuesta. Descorazonado por la nulidad de mis gestiones decidí acometer un encuentro con aquel capitán del ejército español. Y lo seguí un día al salir del hotel. Entró en una cafetería cercana a la Mezquita Central, y yo entré tras él. Habló durante unos minutos con un hombre de fisonomía árabe. Parecían confiar el uno en el otro y, antes de marcharse el moro, el capitán le entregó un sobre. Quizá la clave de todo esté en el árabe, pensé, y decidí seguirle. Él es el que me ha traído hasta aquí, el aduanero Hassam. Él es quien me acompaña, sentados ambos sobre el mismo tronco derribado, en mitad de esta oscuridad impenetrable. Ambos estamos nerviosos, a la espera del sonido que dará la orden de disparar.

   Le seguí hasta la frontera y, gracias a que llevaba el pasaporte encima, pude cruzar más allá de la linde. Así fue cómo conseguí saber que Hassan era un policía aduanero del otro lado, del marroquí. Nuestro primer encuentro fue en una tetería de Beni-Ensar. Le dije que era un empresario que quería invertir en Marruecos y, poco a poco, me gané su confianza a través de numerosas invitaciones y agasajos. Y cuando consideré que el terreno estaba lo suficientemente abonado le hablé de mi hobby favorito, el inmenso placer de la caza, sobre todo la mayor. “Yo puedo introducirte en la caza más asombrosa que hayas vivido”, me contestó. “¿Y las piezas son grandes?”, le pregunté. “Lo suficiente, pero lo mejor de todo es el gran número de ejemplares. ¿Te gustaría participar en una batida? Por seis mil euros podría introducirte en la siguiente”, me dijo en perfecto castellano. Por supuesto que acepté su oferta, era lo que había venido a buscar aquí desde hacía casi un mes y no me iba a volver con las manos y mi libreta vacía. Le entregué el dinero y sólo le pregunté una cosa más, si la zona de caza estaba muy alejada de Melilla. “No. Está muy cerca de la verja. Sólo que está en nuestro lado”, me contestó, con una sonrisa de oreja a oreja.

SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss…….SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss.......SSSShhhiiiiiiiiiiiissssss...


   Esos deben ser los silbidos. Hassam presiona con su mano sobre mi hombro, avisándome de que ha llegado el momento. El suelo comienza a temblar bajo nuestros pies. Acaso sea el inicio de un terremoto. Pero no. De repente comienza a salir del bosque una inmensa jauría, tan negra como la boca de hiena que los contiene. Son miles y corren todos hacia la verja, se encaraman a ella, tratando de superarla. Puedo oler la sangre desde aquí, sentir el hielo de las cuchillas cortando la carne. Son seres humanos que comienzan a caer bajo la luz de los disparos. Nadie hace nada por evitarlo. Tampoco Hassam que me grita sin parar: “Dispara, dispara”. Pero yo apenas le puedo oír, desde que escuché el sonido de los silbidos estoy petrificado, observando el horror de un infierno imposible de concebir. 




Del libro "Historias de la puta crisis"

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