miércoles, 4 de diciembre de 2013

UNA HISTORIA DE SEXO



  “Antes yo era muy católica e iba a misa cada domingo y ahora, ya ves, me es imposible asistir, porque a esas horas la boca me huele a polla”, le comentaba al periodista, mientras acercaba a sus labios la taza humeante de café. Ágata es su nombre desde mediados de 2009. Antes era Josefina, viuda a los 22 años de un abogado prometedor, y comercial inmobiliaria en la empresa de un amigo de su padre constructor. “Yo vivía muy bien, a pesar de mi desgracia, sola y con un niño de pocos meses tras el accidente de mi marido, pero pronto comencé a trabajar vendiendo inmuebles y a ganar mis buenas comisiones. Fueron años maravillosos, a pesar del duelo. Me compré el adosado y viajaba casi todos los años con los compañeros y compañeras de la cofradía. Y sí, algún amante tuve, pero lo llevaba tan en secreto como lo de ahora. Había que dar buena imagen, y era más importante darla frente a los demás que ante Dios. Entre nosotros nada era más importante que saber guardar las formas. Así pensaba antes y no se imagina lo equivocada que estaba. La verdad es que lo único que importaba era el grosor de tu cuenta corriente.” “Y llegó la crisis”, la interrumpió el periodista. “Sí, la maldita crisis. Las ventas se desmoronaron y, muy pronto, desapareció la liquidez. La empresa quebró dejándome varias comisiones por pagar. Luego vino el paro, dos años, y las presiones del banco por la hipoteca de la vivienda. Encontrar un nuevo trabajo en mi ramo fue imposible y la porquería que cobraba de paro (tenía contrato de media jornada), no daba ni para la hipoteca. Y, encima, era tan idiota que trataba de seguir manteniendo mi status ante los demás. Ese fue mi gran error, querer seguir manteniéndolo todo, negar mi realidad. Cuando quise darme cuenta ya había sido embargada y desahuciada y todos aquellos falsos amigos de la cofradía de La Santa Cruz habían desaparecido. Me volví a ver en casa de mis padres, también cargados de deudas tras la quiebra de la empresa, ya con 30 años y un niño de ocho que necesitaba de todo.”

   El silencio se tensó en sus ojos, como si ambos caminaran sobre un alambre de cristal. Ninguno quiso mirar de frente al fondo del abismo. Él sintió una punzada en el mentón al pensar en el no rotundo de ella a mostrar su rostro en fotografía alguna. Aquellos labios le embelesaban. “Y, en ese momento, fue cuando cambió tu vida”, alcanzó a decir el periodista. “Sí, a veces la circunstancias te llevan a visitar las oscuras caras de una vida que acaso ni imaginarías. Leí un anuncio en el periódico, pedían chicas de alterne en esta ciudad y no lo pensé, aún tengo buen cuerpo y el sueldo estaba muy bien, no tanto como ahora que trabajo por mi cuenta, pero me ayudó a comenzar de nuevo. Ahora, cuando voy a visitar al niño y a mis padres, los amigos de la cofradía me rondan como ratas archiveras, interesándose nuevamente por mí, -dijo Ágata con expresivo sarcasmo-. Ahora mi hijo ha vuelto al colegio de curas y ya nadie se atreve a mirarme por encima del hombro”.

   El periodista la observó. Vio el orgullo de princesa en aquella mujer que vendía más su alma que su cuerpo, el sexo para ella era únicamente transacción, sin atisbo de deseo. Estaba vacía. Era un precioso jarrón de porcelana eternamente hueco. Cerró la carpeta en la que estuvo anotando la entrevista. En ella tenía apuntado el guión de la misma y sabía que, a partir de ese momento, venían las preguntas escabrosas. Las preguntas más íntimas y escandalosas. Esas en la que esa boquita estuviese relamiendo pollas. Pero no quiso hacerlas. Guardó la libreta en el bolso, pidió la cuenta al camarero y acarició suavemente la mano de Ágata. Ella se ruborizó un poco ante el acto inesperado del joven periodista, pero en el breve tiempo que el camarero trajo la vuelta logró recomponerse. Asió la mano del joven, le sonrió con picardía y le susurró: “Doscientos la noche completa”. Y él le respondió: “Lo sé”. Salieron juntos de la cafetería y juntos caminaron hacia el hotel en el que se hospedaba el periodista. “Entonces, ¿ya no quieres que te cuente nada más?”, preguntó Ágata, algo coqueta. “No. Mejor me lo enseñas”, contestó él. 


Del libro "Historias de la puta crisis"  

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