lunes, 2 de diciembre de 2013

¿EL FIN DEL LOGOS?

  Pocas veces leí una descripción del infierno social que cohabitamos tan acertada. No conozco a su autor, me la envió como comentario a un poema, "La sombra del fuego", publicado en este blog. Confío en tener su permiso para extender su existencia. Es tan lúcido, tan luminosa la luz de sus escombros, que no puedo resistirme a la tentación de compartirlo. Veamos cuántos nos sentimos identificados en el texto.





¿EL FIN DEL LOGOS? 

La definición más precisa e impactante de lo que es el infierno es la ausencia de la razón, es decir, la incapacidad de diálogo con el otro. El otro además de representar el límite puede significar la fuerza que invite a la desesperación. No debería ser así. Si uno tiene muy claro quién es y no negocia sus señas de identidad y sus referentes, no tiene por qué sufrir por la incomprensión ajena. ¿O sí? Cada editor es responsable de lo que edita no de lo que los otros vean. Al mismo tiempo cada sujeto, antes o después, alcanza el estadio de la invisibilidad. Un lugar en el que no es visto. Eso al principio afecta al orgullo, tras acostumbrarse no ser visto es habitar permanentemente en el escondite. 
La primera vez que oí esa definición me resistí a aceptarla. Me dije que la insistencia en la comunicación y en el diálogo conseguía con paciencia y método el imperio de la razón. Por supuesto me equivocaba. Todavía no sé hasta qué punto me equivocaba y cuánta razón tenía aquél enunciado que me inspiró refracción. Actualmente sé que la condición de desgracia va directamente ligada a la imposibilidad de comunicarse, y dentro de esa incomunicación no poder expresar la impotencia resulta más alarmante. La situación se agrava al saber que la imposibilidad se da con los interlocutores más cercanos y con las personas de más confianza. El posible fin del logos no lo es para la voluntad ni la confianza.

No hay nada tan frustrante ni que queme tanto en el sentido psíquico como ser renunciante a las palabras ante quien se le considera no apto para entenderlas. Esa postura, en principio unilateral, se convierte en bilateral al hacer otro tanto la parte excluida con la parte excluyente. Si el sujeto humano -a la escala de multitudes- se distingue por su superficialidad y los iconos más superlativos son los más triviales es porque a la comunicabilidad le cuesta ir más allá de eso. 
En cuanto eres habitante del infierno, de ese infierno particular de no poder comunicar tu sentimentalidad y quien eres a la gente con la que tienes contacto y a la que más quieres, todo se hunde. El problema no acaba ahí, es posible que a tu debido turno te conviertas, a pesar de tu voluntad, en el infierno para otros, al dejar de ser el entusiasta que fuiste, el promotor por el que te conocieron o el tipo dinámico que tenía marcha para estar en todas partes. No hay que ir al campo de batalla de los obuses y los lanzallamas con los cadáveres troceados por todas partes para decir que se ha estado en el infierno. Vivir en la sociedad hedónica es estar en una de sus naves.
Mientras los desgarros se puedan seguir cosiendo la biografía es una cantera de anécdotas de las que escribir y que contar. Esto seguirá así hasta el momento de la saturación total de anecdotismos reiterados y actos repetidos. El viviente en su condición de desgraciado se resignará a aceptar esta categoría. Le seguirá saliendo por respuesta el servoautomatismo de decir “bien, todo bien”, en cuanto le pregunten por cortesía como está, cuando en el fondo sabe y sabe que está mal, que todo anda mal. ¿Qué necesita un habitante del infierno para decir que como tal es un desgraciado? ¿Ante quien confesárselo? ¿Quién está en condiciones de escuchar semejante sinceridad?
Se vive muriendo un poco más a cada rato que el fin del logos queda demostrado. Por otra parte, la vida sigue por todas partes: sarmientos secos que rebrotan, semillas enterradas que dan tallos, el sol que sigue saliendo, las nubes que duchan las tierras secas, las pistas de vehículos rodantes por las que no paran de pasar, las chácharas de las gentes en todas partes o los pájaros que siguen piando aunque nunca se empeñaran en enseñarnos a cantar.

Al desgraciado, no por no tener, sino por poder ser de acuerdo con su ideario y sueños le han resbalado proyectos y le han sobrado traidores, esos que ni siquiera pasan por tales metidos en la fina sutilidad de los ausentes que no cumplieron con su parte del compromiso.
Al desgraciado ya no le va continuar formando parte de las rutinas ritualísticas de todas partes. Ya pasó por una buena parte de ellas, dejándolas atrás. Se sabe víctima de una gran estafa, pero no de una conspiración contubérnica tramada por poderes ocultos perversos, sino por quedarse pegado a los ilusionismos varios de generaciones de inconsecuentes. A su debido momento, el estafado sabe que también fue cadena de transmisión de la estafa y por tanto no ha de descartar que otros lo puedan descartar como impostor. Un estafador lo puede ser y de hecho lo es quien se cree los idealismos al uso sin tener las garantías científicas de su realización. La estafa del idealismo podrá ser el eslogan futurible aplicable a aquellos que prometen paraísos del mañana y son agentes reproductivos de los infiernos del hoy.
Las semillas que rebroten y los frutos de la tierra nos recuerdan a su manera y sin palabras que los humanos no dejamos de formar parte de este ciclo universal del esplendor de temporada y estar en la quietud entre bastidores el resto del año. 

Los humanos que nos necesitábamos para construir un imperio de bondades terminamos de compañeros de galeras achicando aguas del navío que irremediablemente se hundirá. La historia no acaba ahí, sigue y seguirá intentando explicar lo que pasa en general y lo que nos pasa en particular.
Al sujeto que se ha quedado en sombra de lo que fuera y quisiera ser ya no le pedimos que nos explique su aventura existencial, nadie le pregunta por quien fue (salvo los archiveros y amantes de fichas de control). Se le juzga por lo que aparenta ser: un tipo tirado con la mirada perdida sin esperar nada de nadie. Los avatares sociales lo han arrinconado en cualquier agujero de inmundicias. Su aparente mansedumbre es el grito de rebelión más potente que jamás existió. No esperar nada del otro, nada de nadie, ni siquiera una entente en el lenguaje pone fin a los días del hombre interesante, para convertirlo en el fósil ordinario del escenario de paso.
El discurso del infierno forma parte del averno. Entre sus llamas de fuego frio se hielan las venas y las neuronas que dejan de computar. Todo es dolor, ninguna idea acierta para un futuro que no existe. Los traidores de cada causa se enumeran y se comparan en quien la hizo peor, en quien achuchó a mas gentes en los campos concentracionarios de las existencias vacías. El biógrafo de las desgracias ajenas, a su vez se sabe advertido de cuál es el destino multipersonal tras el fin de cada autoengaño particular. La lucha por los demás en general y por mejor la historia del mundo no deja de ser el subterfugio que esconde la incapacidad de cada cual de luchar por sí mismo. Cuando las alternativas desaparecen, y dentro de ellas la autojustificación para construirlas, emerge imparable la miseria intelectual que junto a la miseria espiritual hacen del no alternativo escoria social o figura estandarizada, que para el caso es lo mismo.

Queda el texto surrealista o el poema inconexo en el que refugiarse, quedan las palabras –como siempre- pero esta vez de, por y para uno. Las palabras que no el diálogo, en el que la vía de comunicación queda derretida o tapada por las lavas fundidas de los llantos de la animalidad más sufriente.


Texto de Jes Ricard O
enviado como comentario en Facebook
a la publicación del poema "La sombra
 del fuego", editado en este blog.                 

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