lunes, 28 de octubre de 2013

LAS MITIFICACIONES LITERARIAS Y LA LUCHA DE CLASES

   Recuerdo que hace unos años nos encontramos en el mismo bar tres amigos que trataban de dedicarse a esto de las letras. El bar era el mítico 1900, fuente de la cultura más vanguardista de mi ciudad desde el inicio de la década de los noventa. Los amigos de entonces éramos, aparte de mi, U., ahora gestor internacional de eventos culturales, y M., ahora novelista de incipiente prestigio, poeta de culto y ganador constante de premios y certámenes literarios, estén dados de antemano o no. Enseguida la conversación derivó en los proyectos en los que se movía U. (aún no había cruzado el charco, pero el abrazo con la cultura americana era inminente) y los viajes de M. (entrega de sus premios, la emisión de su voto como jurado de cualquier certamen, o la lectura con caché). Y, como no podía ser de otra manera, la conversación acabó centrándose en los conocidos comunes (de ellos dos, claro está) y las curiosas anécdotas descubiertas en sus caminos. Llegó un momento en el que comencé a sentirme invisible, pero no me importó, era maravilloso poder ver, desde fuera del ring, tan majestuoso combate de templadas soberbias. Sólo hubo un momento en el que me vi obligado a intervenir. Fue en el asalto de los sobrinos-nietos, cuando la paradoja evidenció la victoria de la vanidad y me mostró la gran carencia del contenido de sus paradigmas sociales.

   Resulta que U., en uno de sus viajes había conocido a un sobrino nieto de Henry Miller que, si no recuerdo mal (a mi edad ya me falla algo la memoria), se dedicaba a la fotografía. Según U. lo podría traer a algún encuentro de escritores y comisariar una exposición de su obra en el mismo. Mientras lo decía yo pensaba: Si nadie reconoce en sus fotografías el verdadero nombre del artista, sino el nombre famoso de su tío-abuelo, ¿Por qué ha de venir como fotógrafo a un encuentro de escritores? Sería como colgar en las paredes de la exposición, para disfrute de los amantes de la alta cuna, a hijos de famosos, desde el hijo de John Lennon o Jack Kerouac, hasta los hijos de la duquesa de Alba o el Borjita, el retoño de la baronesa Thyssen. Ante la zurda potente de U, M. lanzó un gancho ganador desde el centro del cuadrilátero. La semana anterior, en un viaje literario por Granada, hizo amistad con un sobrino-nieto de García Lorca, el Federico más universal, y éste le mostró algunas fotografías familiares inéditas en las que se podía ver al autor de “Yerma” cuando era un adolescente. Y, ahora M., estaba gestionando la edición de un libro, con fotografías incluidas, con su querido sobrino-nieto. Para eso hallarás fácilmente una subvención, le comentó U.


   Yo me quedé perplejo y, ante mi inusitada sorpresa, no pude más que expresar mi decepción. ¡Ah!, eso está muy bien. Sin embargo, después, en nuestras lecturas y entrevistas públicas, abogamos por una sociedad más justa en la que todos tengamos las mismas posibilidades. Pero lo cierto es que se nos cae el culo y todos nuestros principios en cuanto conocemos a un sobrino-nieto con apellido del famoseo. En los casos de Henry Miller y de Federico García Lorca eran ellos los inconmensurables escritores, pero… ¿quién coño son sus sobrinos-nietos? ¿Es que acaso ni nos damos cuenta de que con esa actitud estamos avalando la vil tradición española de prestigiar con veneración los apellidos de alcurnia? ¿Y nosotros somos los que aducimos que, a través de la cultura, se puede cambiar la sociedad? Mejor pidamos otra copa con la que enjugar nuestras celestiales hipocresías, si es que vais a continuar con vuestro retablo de mitificaciones. Yo sólo me quedaré con la obra de sus geniales tíos-abuelos. Con eso me sobra, pues rechazo el tacto de los laureles artificiales.

   ¿Cómo vamos a cambiar la sociedad si abrimos la puerta mucho antes a un apellido que a la obra de cualquier autor desconocido? 

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