viernes, 16 de agosto de 2013

NUESTRA KAFKIANA REALIDAD

 
Paul Watlawick
 Acabo de leer éste maravilloso extracto del libro Es real la realidad de Paul Watzlawick y deseo compartirlo con vosotros. Tras su lectura que cada uno saque sus conclusiones. Para mí es de una actualidad irreverente, teniendo en cuenta la era de confusión social, distorsión de la realidad y desinformación intencionada en la que vivimos.

   “Alguien debió calumniar a Joseph K., pues sin haber hecho nada censurable, una mañana fue detenido”. Así comienza la novela El proceso de Kafka. Sin embargo el proceso nunca tuvo lugar. K. no es dejado en libertad ni condenado a prisión. El tribunal nunca le dice de qué se le acusa; debería saberlo por sí mismo, y su ignorancia es una prueba más de su culpabilidad. Cuando se esfuerza por conseguir que el tribunal tome una posición clara, se le acusa de impaciencia e impertinencia. Si, por el contrario, intenta ignorar la autoridad del tribunal o, simplemente, esperar la siguiente acción judicial, su conducta es tachada de indiferencia y obstinación. En una de las últimas escenas de la novela habla K., en la catedral, con el capellán del tribunal e intenta, por enésima vez, clarificar su destino. El clérigo intenta descifrarle su situación con la siguiente parábola.

 
Franz Kafka
 
Ante la puerta de la ley hay un guardián. Llega ante el guardián un hombre de campo y le pide que le deje entrar. Pero el guardián le dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde. “Es posible, dice el guardián, pero ahora no”. Como la puerta de la ley está abierta y el centinela se ha retirado un poco, el hombre se asoma a través de la puerta con la intención de escrutar el interior. Cuando el vigilante lo advierte, se ríe y le dice: “Si tanto te interesa intenta entrar, a pesar de mi prohibición. Pero ten en cuenta una cosa: yo soy poderoso. Y sólo soy el guardián subalterno. En cada sala hay un guardián y cada uno de ellos es más poderoso que el anterior. Yo no puedo siquiera soportar la mirada del tercero”.
   El guardián le proporciona un taburete y le permite sentarse junto a la puerta. Y allí permanece sentado días, meses y años. Intenta una y otra vez conseguir permiso para entrar o, al menos, recibir una respuesta definitiva. Pero lo único que se le dice es que todavía no puede entrar.
   Llega el momento en que la vida le abandona. Antes de morir sintetiza las experiencias vividas durante aquellos años en una sola pregunta, que aún no ha hecho al guardián. Le llama por señas, pues ya no puede enderezar su rígido cuerpo. El guardián tiene que inclinarse ante él, porque ha variado mucho la diferencia de estatura con los años y ahora el centinela es mucho más alto. “¿Qué quieres saber ahora?” –le pregunta. “¿Cómo es que en todos estos años nadie, salvo yo, ha solicitado permiso para entrar?” El guardián sabe que el hombre está a punto de morir y, para que pueda oírle, grita: “Aquí nadie podía obtener este permiso, porque esta puerta estaba reservada para ti. Ahora mismo voy a cerrarla”.

   “Entonces, el guardián engaño a aquel hombre”, replica inmediatamente K., que se había sentido muy atraído por aquella historia. Pero el capellán le hace ver, a través de una exposición muy cuidadosa y convincente, que el guardián no cometió ninguna falta y más aún, que hizo más de lo que el deber le exigía en su deseo de ayudar a aquel hombre. K. se queda perplejo, pero no puede negar la validez de la interpretación. “Tú conoces la historia mejor que yo y desde antes”, concede al clérigo. “¿Crees, pues, que el hombre no fue engañado?”. “No me interpretes mal”, responde el capellán; y hace ver a K. que existe una segunda interpretación, según la cual el engañado es precisamente el guardián. También esta segunda hipótesis es tan convincente que, al final, K. la tiene que reconocer: “Las razones son sólidas y también yo creo que el engañado fue el guardián” Pero inmediatamente el capellán tiene algo que oponer a esta concesión de K. Dudar de la honradez del guardián es dudar de la ley misma. “No estoy de acuerdo con esta opinión”, dice K. moviendo la cabeza, “porque quien la admite se verá obligado a considerar como verdadero todo lo que el guardián diga”. “No”, replica el clérigo, “no es preciso considerarlo como verdadero, sino como necesario”. “Triste opinión”, dice K., “la mentira convertida en orden del mundo”.

   K. y el capellán están hablando de dos órdenes distintos del mundo y, por eso, al poner fin a su diálogo, sigue flotando aquella misma ambigüedad que subyace en el fondo de todas las tentativas de K. por conseguir la certeza: Cuando cree haber descubierto sentido y orden en los sucesos que le rodean, y que le exigen una adecuada decisión, se le hace ver que este no es el verdadero sentido.



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