jueves, 29 de agosto de 2013

EL HOMBRE



El hombre ha ido acumulando columnas en sus casas,
temeroso de que el cielo se desplome sobre él, requiere
la seguridad de impenetrables fortalezas, el escudo
pedregoso que defienda su débil carne, pero la columna
es cautiva del techo que sostiene, está anclada al suelo
como un árbol de piedra y sus marmóreas cicatrices
evidencian el holgado hastío de una muerte milenaria.
¿Para qué vivir?, dirá, si aquello que sostengo me niega
las estrellas y en la rendijas de mi piel la brisa no es más
que aullido lastimero, si ya no recuerdo el tacto lacrimoso
de la lluvia, ni la frescura del rocío cuando fui alma de montaña.

El hombre almacena muros en sus casas, tabiques
que separan las estancias, ama los espacios reducidos,
sospecha de los ojos extranjeros, de la luz que muestra
su dolor y su fortuna, por eso abraza a las sombras
que lo acechan y en ellas guarda el brillo de su erario.
Pero sus muros y tabiques le impiden ver la vida
que, bajo el sol, florece en tierras ajenas a su hogar,
le imposibilitan oír el mensaje de esa lengua que serpentea
montaña abajo y se aquieta dócil sobre el vientre azul del valle,
frenan la ruta del aire, la caricia candorosa que el rostro
humano espera de sus dedos, anhelo efímero, breve parpadeo.

El hombre hará acopio de metales y extravíos, forjará cerrojos
que guarden su caudal y limiten el paso a fieras y desesperados,
rejas y cancelas que encierren diccionarios y su verbo compartir,
candados y cofres en los que guardar conceptos despojados:
rebeldía, justicia, verdad, honestidad, vida. Modelará joyas
que lo ensalcen y armas que lo defiendan de la envidia de los otros,
aquellos que atentan día a día contra su legítima ambición. Pero
el tiempo pasa y en cada batalla sus ojos niegan el asombro
de la existencia, la piedra abriéndose y exhalando un manantial,
la sonrisa del recién nacido al descubrir la luz, la misma que a él
le muestran sin pudor la ruina y el derrumbe de sus pobres ilusiones.

Tiraremos las llaves, amor, al fuego de las bandejas de bienvenida,
derruiremos los muros y las paredes, nos sentaremos
sobre los escombros y observaremos la amplitud del universo,
hasta que los párpados caigan, lentamente, seducidos por el sueño.
Y convertiremos las columnas en mástiles de velas inflamadas,
surcaremos los océanos sobre la frágil estructura de un bajel
de aire, abriremos la ventanas a la vida con la misma fuerza
de la corriente de un río subterráneo al horadar la superficie
de la tierra, nos agarraremos al amor con la indómita naturaleza
con la que la cría se aferra a los brazos de su madre y seremos
                              uno en la distancia de los otros, ajenos a su cómoda esclavitud.


Del libro Renacimiento (inédito)

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