domingo, 21 de abril de 2013

DESCONEXIÓN NECESARIA

  Ya he vuelto. He estado desconectado unos días. Me fui a la playa con mi mujer y mi perro y me he dedicado a observar la espuma del mar, los primeros vencejos al atardecer, las risas de los niños en la arena, la lluvia de estrellas que titilan sobre la negritud del horizonte, mi perro, loco de felicidad, jugando con las olas... Las cosas cotidianas que transpiran libertad y serenidad en plenitud... Sin rejas, sin ventanas, sin pantallas que te aíslan y olvidas que la alegría existe más allá de tu obligado encierro... y palpita... y late… sin cesar… en sístoles y diástoles de vida imperativa. No, no tengo casa en la playa y de dinero íbamos muy cortos. Lo único que llevábamos eran unas ansías infinitas de volar. Y lo hemos conseguido. No nos son necesarios esos medios que creemos imprescindibles, creedme. Sin coche, sin caprichos esclavizadores, sólo un techo prestado y un horno para cocinar. Lo único que necesitamos es que nunca se nos mueran las ganas de vivir y que el amor siga fluyendo incontinente entre nosotros. Lo demás, qué importa.
   Nos pasamos los días, las horas infinitas de todos los días, malhumorados, marcando con nuestra rabia todo cuanto nos rodea: la familia, los vecinos, las decrecientes visitas, las pantallas que nos cuentan el mundo cada una a su manera, los abstractos amigos de las redes sociales… Y razones tenemos de sobra para ello: el infierno se adentra en nuestras vidas poco a poco, a golpe de decreto, a nuevo visionado de telediario, a cada navegación por internet… Unos ya no pueden más y en sus pupilas comienzan a gestarse llamas. Otros resistimos como podemos y procuramos mantener la calma. Aún podemos dormir. Al menos, suficientes horas. Los más, asisten perplejos al hundimiento del Titanic, acopiando preocupaciones y justificado temor en sus entrañas, mientras guardan a buen recaudo sus ahorros. El caso es que, unos por desesperación y otros por codiciar el bienestar capitalista, nos hemos olvidado de observar el vuelo maravilloso de la vida, el estallido de vida que florece, en un parto multicolor, más allá de nuestras ventanas. La primavera destila aromas nuevos cada día, un manantial de belleza surge del estiércol en un instante, la vida se renueva en todos los lugares como una aureola esplendorosa de luz y de esperanza, el asombro y el milagro explosionan constantemente, ajenos a nuestras miradas. Es tal la fuerza de la vida que a pesar de todas las guerras, de todas la debacles humanas de la historia, de toda la rabia y de tanta muerte, aquí estamos. Y seguimos viniendo al mundo como seres frágiles y vulnerables, sin corazas, pero aquí seguimos estando.
  
Claro que nos hemos de preocupar en construir una sociedad mejor, más justa, una civilización donde el sentido común de la comunidad se imponga a la codicia de los individuos, pero no nos olvidemos de lo fundamental: vinimos a la vida para disfrutar del maravilloso milagro de la existencia. Ese milagro que durante siglos percibió el hombre primitivo al observar el asombroso espectáculo de la naturaleza, de la vida en plenitud. Es necesario, de vez en cuando, desconectar y emular a ese hombre primitivo para volver a recuperar el amor a la vida, porque sólo a través de ese amor compartido podremos construir una civilización mejor y más feliz. Ya lo dijo Virgilio en las Geórgicas, cuando comparaba a los hombres con las abejas:
Muchas veces han desgastado también las alas errando por los duros peñascos, y han rendido incluso la vida bajo el fardo; tan grande es su amor por las flores y la gloria de hacer la miel”.
  

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