viernes, 29 de marzo de 2013

LAS MIL CARAS Y LA CRUZ MORTAL

    Le pido perdón de antemano, querido lector, pero es que hoy tengo ganas de morder y sé que la mordedura será incomoda. Uno piensa que, con los años, los ilusos ideales se abandonan para abrazar la realidad. Y ocurre así en parte, sobre todo, en todo cuanto se ve afectado por tu merma de fuerzas, tu decrepitud creciente, las defensas anatómicas a las adversidades, pero en la otra parte, la moral, esa que los psicólogos denominan “tu alma emocional” sólo te enteras a base de tortazos de cruda e innegable verdad. Siempre pensé que el dinero no otorgaba la dignidad, que el pobre era un ser humano tan digno como Bill Gates o Rockefeller. Sin embargo, ¡qué equivocado estaba! Y no es que ahora piense que la dignidad sí la da el dinero, no. Es que he acabado convencido con los años de que la dignidad la regalan los otros y, esos otros, no quieren mirar al pobre como un igual. Cuando se acaba el dinero desaparecen todos. No de golpe, imagino, sino paulatinamente, como el goteo lento de la sangre del suicida que acaba de cortarse las venas. Todo empieza por el declive de la imagen, la puta apariencia prefiero nominarla yo. Las ropas del pobre se desgastan sin poder renovarlas y ya no le miran igual al entrar en cualquier tienda, no digamos ya en un banco. Desde lejos le miran, como a un apestado o leproso que insiste en contagiarles tan denigrante enfermedad. Le hacemos el pasillo, sí, pero no por dejarle nuestro espacio, sino por alejarnos del suyo. Y todos hablamos de él, pero evitamos hablarle. Esa es la verdad: el pobre no tiene dignidad porque los que no lo son se la niegan. Con el tiempo, el aspecto empeora con la escombrera que cargan en la boca, dentaduras rotas, pozos en los ojos, la vergüenza incrustada al rostro, y ya su imagen viene a ser para nosotros la de cualquier cartel de un fugitivo en busca y captura (y no me piensen en el Bárcenas, irónicos del carajo). Su estatus es premiado, de repente, por el subconsciente colectivo. Ahora ya es indigno y delincuente. Esa es la verdad y nuestras cárceles están llenas de ellos.
   Es entonces cuando comienza el calvario, tan en boga por estas plañideras fiestas, y el colectivo, sin compasión, les echará encima sus perros, Hacienda, Interior, Justicia y otros, también de funestos nombres. Y los perros serán crueles, se regocijarán en su tortura, mientras los otros, gente como usted o como yo, miramos hacia otro lado con horizontes de ensoñación. No queremos saber, no queremos ver para evitar saber, no los queremos sino en su gueto, lejos, muy lejos de nuestra apacible serenidad. Eso sí, cuando opinemos en las redes sociales bordaremos el papel de chicos y chicas solidarias, y abogaremos por su natal dignidad. Sí, todos sabemos que la vida es teatro desde que Calderón nos lo aclaró, pero también sabemos que una buena interpretación nos endulzará la vida (y ahora soy yo el irónico del carajo).
   Nosotros somos la cara de los mil rostros, que usaremos según nos convenga, y ellos, los pobres, son la cruz, ese instrumento de tortura y muerte que tanto idolatramos y al que, por estas fechas, hasta le cantamos saetas en plena adoración. Y una vez que el pobre se ve en él, claveteado al rígido madero, ya sin un ápice de la dignidad que le negamos, y abierto en un sinfín de heridas por las que no cesa de escapar su vida, es normal que se pregunté: ¿Qué más da, si más pronto que tarde me ha de llegar la hora? Y será muy posible que se responda: Al menos, de este modo, le quedará la paga de viudedad y orfandad a la familia. Ya no se verán arrastrados por mi culpa a este terrible infierno. ¿Qué?, ¿le ha dolido la mordedura? Porque siempre miramos las noticias sobre suicidios desde otras perspectivas, las presiones de los acreedores (bancos solemos decir, en general), el inhumano proceder de nuestro pragmático (eufemismo de asesino) gobierno, las corporaciones coercitivas, los señores del nuevo orden mundial, etc, pero nunca lo miramos desde la perspectiva de nuestro propio rechazo social, desde nuestra falsa interpretación de las apariencias, desde nuestra ocultada coparticipación en la culpabilidad y, por tanto, en los hechos.
   En fin, espero no haberles amargado el día, creo que es bueno para nuestra “alma emocional” sufrir, de vez en cuando, alguna dentellada que nos obligue a quitarnos la máscara frente al espejo y reconocer nuestros errores, porque eso nos enraíza al ser humano, salvándonos del salvajismo. A nosotros mismos y, con el tiempo, espero que también a ellos, los pobres que ya tiemblan en su cruz, sin ningún Dios que les ampare.

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