martes, 26 de marzo de 2013

LA OBRA Y SU AUTOR

   “Desde luego, tenemos la costumbre de admirar todos los días a bandidos colosales, cuya opulencia venera con nosotros el mundo entero, pese a que su existencia resulta ser, si se la examina con un poco más de detalle, un largo crimen renovado todos los días, pero esa gente goza de gloria, honores y poder, sus crímenes están consagrados por las leyes, mientras que, por lejos que nos remontemos en la historia, todo nos demuestra que un hurto venial, y sobre todo de alimentos mezquinos, tales como mendrugos de pan, jamón o queso, granjea sin falta a su autor el oprobio explícito, los rechazos categóricos de la comunidad, los castigos mayores, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y eso por dos razones: en primer lugar porque el autor de sus delitos es, por lo general, un pobre y ese estado entraña en sí una indignidad capital y, en segundo lugar, porque el acto significa una especie de rechazo tácito hacia la comunidad. El robo del pobre se convierte en un malicioso desquite individual, ¿me comprende?... Por eso, la represión de los hurtos de poca importancia se ejerce, fíjese bien, en todos los climas, con un rigor extremo, no sólo como medio de defensa social, sino también, y sobre todo, como recomendación severa a todos los desgraciados para que se mantengan en su sitio y en su casta, tranquilos, contentos y resignados a diñarla por los siglos de los siglos de miseria y de hambre… “
   Hace unos días mantuve a través de Facebook un debate muy interesante sobre sí ha de ser condenable la obra de un autor, en caso de haber sido éste acusado por colaboracionista con el fascismo, stalinismo o cualquier otro sistema asesino que hayamos tenido en la historia. Yo defiendo rotundamente que no, porque la acusación pudo ser errónea, porque la obra pudo ser escrita mucho antes de los actos vitales por los que se acusa al autor y, por tanto, desde otra perspectiva o, simplemente, porque la obra nunca es condenable, en todo caso lo será la interpretación subjetiva que defienda cada cual. Tendemos a mitificar a los autores porque, vanidosamente, aspiramos a la mitificación histórica de nosotros mismos. La obra y el autor son dos entes diferenciados. La obra permanece intacta a través de los tiempos, mientras que el autor, en su corta vida, puede llegar a ser tan voluble como la veleta que nos indica la dirección del conveniente viento. Bien, el texto insertado arriba pertenece a “Viaje al fin de la noche”, novela de un escritor francés, Louis Ferdinand Cèline, acusado y condenado por colaboracionista con los nazis. Sólo os pido que leáis sin prejuicios el texto, como si no supierais quién lo escribió y, después, respondedme: ¿Acaso no podía haber sido escrito perfectamente por un escritor de ideología anarquista? ¿Acaso veis algún atisbo de fascismo en él?
   Ahora, colocaré la segunda parte del texto escogido. En él podréis leer cómo sus palabras son explícitamente antifascistas, y pacifistas, en todo caso. Sin embargo, esta obra inconmensurable ya está condenada y durante siglos será rechazada y relegada al ostracismo por muchos, mal llamados a sí mismos, intelectuales de izquierda.
  
Sin embargo, hasta ahora los rateros conservaban una ventaja en la República, la de verse privados del honor de llevar las armas patrióticas. Pero, a partir de mañana, esta situación va a cambiar, a partir de mañana yo, un ladrón, voy a ocupar mi lugar en el ejército… Esas son las órdenes… En las altas esferas han decidido hacer borrón y cuenta nueva a propósito de lo que ellos llaman mi “momento de extravío” y eso, fíjese bien, por consideración a lo que llaman “el honor de mi familia”. ¡Qué mansedumbre! Dígame, compañero: ¿va a ser, entonces, mi familia la que sirva de colador y criba para las balas francesas y alemanas mezcladas?... Voy a ser yo y sólo yo, ¿no? Y cuando haya muerto, ¿será el honor de mi familia el que me haga resucitar?... Hombre, mire, me la imagino desde aquí, mi familia, pasada la guerra… Como todo pasa… Me imagino a mi familia brincando, gozosa, sobre el césped del nuevo verano, los domingos radiantes… Mientras debajo, a tres pies, el papá, yo, comido por los gusanos y mucho más infecto que un kilo de zurullos del 14 de julio, se pudrirá de lo lindo con toda su carne decepcionada… ¡Abonar los surcos del labrador anónimo es el porvenir del soldado auténtico! ¡Ah, compañero! ¡Este mundo, se lo aseguro, no es sino una inmensa empresa para cachondearse del mundo! Usted es joven. ¡Qué esos minutos de sagacidad le valgan por años! Escúcheme bien, compañero, y no deje pasar nunca más, sin calar en su importancia ese signo capital con que resplandecen todas las hipocresías criminales de nuestra sociedad: “El enternecimiento ante la suerte, ante la condición del miserable…”. Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infelices, baqueteados por la vida, desollados, siempre empapados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros es que van a convertiros en carne de cañón… Es la señal… Infalible… Por el afecto empiezan…”
 
   ¿Acaso deberíamos condenar estas palabras? ¿Alguien abogaría por ello?

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