jueves, 28 de febrero de 2013

CERDOS Y MARGARITAS

   Recuerdo como hace algunos años, cuando la economía fluía como un río constante y sin cataratas que despeñasen sus aguas, en una comida familiar, mi sobrino de 22 años le espetó en la cara a su padre: “Si tú me has engendrado, tú tienes la obligación de pagármelo todo”. Claro que no se expresó con esas palabras, en vez de engendrado dijo “parío”, por ejemplo. Normal, abandonó la escuela sin llegar al bachillerato y su vida consistía básicamente en levantarse a mediodía, almorzar, estirarse unas horas en el sofá y, luego, salir de marcha hasta la amanecida; al igual que un inmenso número de jóvenes coetáneos. Eran tiempos extraños, demasiado locos e irresponsables en los que, mientras durase la fiesta, todo estaba permitido. Nunca olvidaré la imagen televisiva de Su Majestad, la entonces fulgurante Sofía, Reina de España, entregando el talón a los vencedores de las exitosas galas de Operación Triunfo, mientras les decía con voz melosa: “Sois todo un ejemplo para la juventud de España”. Chavales y chavalas que habían abandonado sus estudios a la mitad del curso para jugarse el futuro por el efímero sueño (a excepción de Bisbal, claro está) de convertirse en cantantes famosos. Eso era lo que nuestra reina premiaba con sus palabras, y lo hacía públicamente en la televisión mientras el pueblo, obnubilado por el aura del famoseo, aplaudía enfervorizado y alienado. Así hemos llegado a estos lodos, a esta ciénaga apestosa en la que ahora nos estamos ahogando sin remisión.
   Mi sobrino es sólo un ejemplo, pero un ejemplo que confirma nuestro negro devenir. ¿Qué podemos esperar de una juventud así? (Y, ojo, no digo que todos sean igual, pero si miráis las estadísticas de fracaso escolar no tendréis más remedio que darme la razón). Es por ello que, a veces, cuando asisto a las manifestaciones de protesta, acabo también indignado con la ceguera de parte de esa juventud que nos acompaña con sus pancartas. Recuerdo una que decía: “Nos habéis dejado sin nada y ahora lo queremos todo”. Pero si con su edad es imposible que hayan conseguido casi nada ¿cómo es posible que ya se lo hayan quitado todo? ¿No será que muchos aún no se han enterado de qué va ésta fatídica película? ¿No será que aún siguen con el chip instalado en sus cabezas de que para conseguir tan sólo has de pedir, eso a lo que tan mal los han acostumbrado sus padres en décadas de bonanza?
   En la joven España democrática la educación pública siempre ha estado dirigida por gestores de la administración y funcionarios de la misma. Y es evidente que se han preocupado más por sus propias condiciones laborales que por la efectividad de los métodos usados. Nunca se ha contado con los padres, nunca se les ha obligado a participar en el desarrollo educativo de sus hijos, a sabiendas de que nada puede tener más importancia en el resultado de la humanidad y su civilización. Esa es la gran grieta que está desmoronando el edificio del Estado español. Los profesores tienen que enseñar y educar, mientras sus padres compiten en la selva de las cifras y el cemento. Y los papás aún siguen (el que puede, claro) dedicándose a comprar el cariño de sus hijos con caprichos inmerecidos. Y ahora éstos lo quieren todo, sin ser capaces de comprender que siempre fue necesario esforzarse si pretendes conseguir algo. Ya el mono no quiere subir al árbol, se ha acostumbrado a esperar que el fruto caiga en sus manos ya maduro.
   No obstante, podríamos albergar alguna esperanza si se detuviera la emigración de jóvenes cerebritos hacia países de economías más holgadas y que, en muchos casos abandonan nuestro país por el desprecio con el que los trata. Personas que sí se han esforzado, y mucho, y nunca han recibido nada, tan sólo el ostracismo y polillas de miseria. Jóvenes que son responsables y qué tienen grandes ideas con posibilidades de mejorar nuestro futuro y que, sin embargo, se les condena al silencio y al exilio. Frenar la atroz sangría de conocimiento que se pierde por las fronteras de nuestro país; de conocimiento, de constancia y de inovación renovadora, precisamente aquello de lo que más necesitados estamos. Esa sería nuestra única esperanza: detener el avance del neosalvajismo, si no queremos morir viendo en la tele como los cerdos se meriendan día a día nuestro país, mientras nuestros hijos siguen soñando con margaritas.

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