domingo, 9 de diciembre de 2012

LA ORDEN

   La Orden no es ley alguna ni mandato imperativo, no es un edicto al estilo de los mandamientos bíblicos, ni os quiero hablar tampoco de los muchos decretos del gobierno, hostiles contra el pueblo que lo eligió.  No. La Orden es el barrio más grande de mi cuidad, tan grande que se divide en dos, la Alta y la Baja, dependiendo de la altura que ocupe el edificio en la montaña. En la Orden vive gente que lleva toda la vida acostumbrada al esfuerzo. Si vas al supermercado o a la pescadería tienes que bajar y subir, o subir y bajar, enormes cuestas, y eso que allí los eneros se hacen eternos. Tampoco imaginemos por el nombre que en este lugar todo se halla perfectamente colocado sobre una estructura definida y definitiva. Allí los sistemas nacen del vientre del caos, las jerarquías son siempre efímeras y el único método existente es el que cada uno inventa para lograr sobrevivir. 60.000 almas grises conviven allí, sin que el pigmento de sus pieles signifique diferencia. Todos sufren los mismos dramas, el mismo desprecio y las mismas dudas. Aunque algunos, ciegos o cegados, ya ven enemigos entre sus hermanos de existencia cruel.
   Antaño la Orden fue un barrio alegre. Se construyó en los 60 del siglo pasado para albergar a los trabajadores del recién construido polo químico de Huelva, la mayoría serranos del norte, rudos como la encina y el quejigo, pero alegres como un campo de almendros en flor o el calor otoñal de las castañas asadas. Ahora no es más que un barrio de trabajadores, la mayoría sin trabajo, ni ayudas, ni subvenciones, que llevan la tristeza atada a sus zapatos desgastados y la mirada reptando por los suelos, en busca de alguna migaja. Los hay que caminan rodeando los mismos edificios una y otra vez, esperando encontrar alguna colilla en las aceras. Otros ya se hacen el loco para lograr algo de compasión y conseguir un café y un cigarrillo. Otros aprenden idiomas a la fuerza y hasta hacen el amor en otras lenguas. Los negros extasían a las infieles, los magrebíes dan a luz a musulmanes, los parapléjicos miran desde las ventanas de altos edificios sin ascensor y las chicas del este buscan al hombre de sus vidas, aquel al que dar un hijo si a cambio las acogen como una desgracia familiar e inesperada. No existe zoo en mi ciudad en el que la fauna sea tan variada. Ni más formas de supervivencia salvaje dispersa en tan restringido espacio.
   En la Orden cada vez son más numerosas las viviendas sin luz, sin calefacción, sin alimentación, sin agua y sin personas, aunque hayan sido ocupadas y las puertas destrozadas ya carezcan de cerradura, pero en el barrio aumentan los trapicheos de drogas, de objetos robados, de cuerpos en venta, de delincuentes con monos de trabajo, según el gobierno del PP, que cobran sus chapuzas sin emitir facturas y de ese modo logran comer algunos días del mes. La Orden es ya un gueto aún sin alambrar, pero del que ya es imposible salir sin atenerte a las consecuencias. Y, a pesar de ello, jamás he visto un parque infantil con tantos niños. Niños sin derecho a la sanidad y al trabajo futuro, sin derecho a guardería, ni a libros de texto. Niños a los que les espera una existencia adversa y cruel. Niños y jóvenes cuyo futuro será engrosar las filas de alguna de las muchas bandas enemigas que comienzan a despuntar en las asfaltadas calles de la montaña. Niños y jóvenes que nunca vieron a sus ancestros volar y que ahora miran fijos, desde las calles, hacia la barandilla del balcón al que se encaraman sus padres, inflados de desesperación. La Orden es el espejo de nuestra civilización capitalista actual. Es otra caries más de este sistema tan inhumano en el que nos obcecamos en vivir. La  Orden es el fruto de nuestro caos intelectual y emocional y de nuestra desmedida codicia.
   Bien, pues ayer visité la Orden y unos furtivos me invitaron a comer el mejor conejo con arroz que he probado en mi vida, disfruté del cariño afectuoso de las preciosas chicas del este, de la generosidad de algunos musulmanes, de la alegría vital de los negros que huyeron de la muerte africana y de la compañía de los blancos que huyeron de la miseria serrana en la época franquista. Bailé con una chica en silla de ruedas, y me abracé a gente de la que aún desconozco sus nombres. Me reí muchísimo, como hacía ya demasiado tiempo. Repetiré, volveré a venir,  les prometí. Y lo haré muy pronto, aunque para ello tenga que internarme en el maravilloso y enigmático laberinto del caos, porque ellos, todos los habitantes del barrio más dinámico de Huelva, merecen mi respeto y admiración. Muchos de ellos están sobreviviendo, pasando el hambre que nosotros nunca hemos logrado ni imaginar y, aún así, no nos odian todavía. Ya sólo por eso merecen todo nuestro amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario