miércoles, 7 de noviembre de 2012

ERICA ANDEVALENSIS

Erica andevalensis, flor autóctona de la cuenca minera de Huelva


   Y ahora, a la madurez, me siento como una flor que, por gracia de la primavera, quieren segar y marchitar
 Esto es una jungla, todos lo sabemos. Si no has nacido en abundancia pronto tendrás que despertar, echar los dientes, las garras afiladas y subirte al ring de la supervivencia. Algunos tardamos más en aprender las reglas arbitrarias del juego y, anclándonos en conceptos carentes de peso legal, tales como la ética y la dignidad humanas, tropezamos ante muros tan resistentes como despiadados. Pero a pesar de ser jodidos, supimos levantar el rostro y mirar al cielo con orgullo. Sobrellevamos, con amor propio, los estigmas y cicatrices con las que nos marcaron y seguimos caminando erguidos hacia adelante, con la lección aprendida, aunque jamás dispuestos a claudicar. Simplemente nos adaptamos al entorno, nos mimetizamos, como el insecto que logra confundirse con el paraje que lo envuelve, mutándose invisible ante posibles depredadores.
   Pues sí, como una flor me siento, como una flor en peligro de extinción

Cuenca minera del río Tinto

   Lo malo son los escombros. Cada puñalada injusta que te da la vida tu edificio anímico se quiebra y el movimiento sísmico te violenta el alma. Y, sí, con el tiempo pasa todo y uno recapacita y piensa que no es sano vivir cargado con tanto odio y perdona, logra perdonar, con dolor y angustia, pero logra comprender que la vida es muy corta, demasiado corta para anegarla de venganza en vez de amor. Entonces uno, cualquiera de nosotros, se levanta aferrándose al amor del compañero o compañera, de los padres, de los hijos, de un amigo o del perro, ¡qué más da! La cuestión es darle sentido a la vida, encontrar una razón bendita para esta cruel existencia, sentir que somos necesarios para alguien, para algo. Lo malo son los escombros que quedan a tu alrededor tras cada terremoto. La montaña de ceniza que va rodeando tus pies y crece tanto, tanto, que ya apenas vislumbras el horizonte.
   Soy la flor marchita de las montañas de cenizas de pirita, la que, en las escombreras de la cuenca minera de Tharsis, alza el rostro buscando el sol y le repica su campaña violeta. Soy la flor de la inmundicia. Producto bello y efímero de la contaminación y el desarrollo. Soy un cartel publicitario en medio de una tierra socavada por terribles heridas…

La Erica andevalensis sólo crece entre los escombros de
 la ceniza de la pirita y está en peligro de extinción.

   Y los años pasan y toreas como puedes los cuernos de la vida. La muerte de seres queridos, las humillaciones laborales, las injusticias sociales, la codicia de los superhombres del progreso, el sufrimiento expandiéndose en los ojos temblorosos del mundo…Y llega el momento en que las alas se atrofian y ya no podemos volar, que incluso pensar en ello ya nos cansa. Y decidimos conformarnos con lo que tenemos, lo justo para sobrevivir, mientras puedas mirar al mar desde la atalaya de escombros y cenizas que te mantiene preso de una historia que, en realidad, nunca fue tu historia. Escamas que soltamos como cualquier reptil tras el obligado letargo y que parimos con el dolor de una madre que da a luz a quintillizos. Mas nada importa ya. Ya tan sólo deseamos serenidad, vivir lo que nos queda en paz. Morir, sosegadamente, en la plenitud de la catarsis.
  Sí, soy la flor única de mi roja tierra. Soy la erica andevalensis, la flor surgida de la civilización, el progreso y su contaminación. Mi cuna es un basurero y aunque mi sangre es de azufre por la crudeza del paraje lunar que me rodea, en mi corazón palpita el cobre y el hierro como una célula viva que, trémula, ansía la brisa del mar y los vientos bohemios del siroco. Soy hija de una mina que enriqueció a muchos, pero que ahora yace abandonada porque ya es improductiva. Y por eso, en nombre de la ecología lucrativa y estética, limpiarán de escombros esta tierra, la allanarán con sedimentos fértiles y cultivarán bellísimas rosas uniformadas, todas de proporciones, color y silencio exactamente iguales.
    Nosotros, los supervivientes en la inmundicia, estamos condenados a la extinción.


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