domingo, 7 de octubre de 2012

¡QUÉ TIEMPOS NOS HA TOCADO VIVIR!

  Ayer, mientras caminábamos hacia el punto acordado para el encuentro con mi hermano, tuvimos que pasar por “La casa Colón”, lugar dónde la corporación municipal celebra sus fiestas de etiqueta. Pero está vez era distinto, el dispositivo policial era asombroso en su exceso, una veintena de agentes flanqueaban la entrada y varios vehículos de la policía nacional y municipal estaban aparcados alrededor. Un pasote alucinante para una ciudad tan pequeña como la nuestra. Realmente asustaba a los viandantes en su sereno paseo matinal bajo los rayos confortables del sol de otoño. Fue Ana, mi mujer, la que reclamó mi atención sobre un anciano que se paró ante una pareja de policías nacionales, cercado por dos furgones blaquiazules, y mirándoles a la cara, les gritó, mientras señalaba al edificio custodiado: ¡Hay que ver qué tiempos nos ha tocado vivir! ¡Ya no queda ni vergüenza!  Los policías se miraron entre sí  y, cuando miraron al viejo, esté ya reanudaba sus pasos. Ambos se quedaron pensativos y algo enajenados, mientras observaban los lentos pasos del abuelo en su apacible huída. El hombre se insufló de plenitud, recuperando por un efímero instante la rebeldía de sus añorados años juveniles. Los agentes del orden lo comprendieron y esbozaron, a la vez, una sonrisa de impecable coreografía. ¡Olé los cojones del anciano!, pensé, pero, posiblemente, si el joven que latía en el interior de su pecho hubiera existido realmente en las retinas de los funcionarios del estado, habrían sacado sus porras y lo habrían molido a golpes.

   Más tarde, en nuestra espera ante el retraso de mi hermano, me dio por pensar en qué tiempos me había tocado vivir durante mis 50 años de vida y, finalmente, llegué a la conclusión de que he sido realmente afortunado. Tuve épocas mejores y peores, eso es verdad, no he acumulado propiedades ni capital, pero he vivido la vida intensamente, he encontrado el amor de mi vida en Ana, he disfrutado del encuentro con otras culturas, me he sentido libre y protegido socialmente gran parte de mi vida, he tenido acceso libre a la cultura y al conocimiento, he viajado y compartido emociones con mis contemporáneos, he sido relativamente feliz, he agradecido la generosidad de mis amigos y apenas he pasado hambre, tan sólo en un par de ocasiones. Si comparásemos mi época con cualquier otra época histórica de nuestro país no hallaríamos una mejor, a no ser que pertenecieras a una familia de la nobleza o de la burguesía más caciquil. Cuando murió Franco yo sólo tenía 13 años y apenas llegué a enterarme de su crueldad. Viví la juventud en la plenitud y frescura de la apertura democrática, Disfrute de cobertura social cuando me puse enfermo y pude decir siempre cuanto me vino en gana. Sí, también viví algunos dramas, pero si lo comparamos con algún otro nacido en Corea del Norte o Somalia o con alguien nacido en las Hurdes a finales del siglo XIX, mi vida se podría definir claramente como una vida relativamente confortable. Y al igual que a mí, le habrá ocurrido a la inmensa mayoría de mi generación. Y, sin embargo, usamos expresiones tan contundentes para quejarnos de nuestra impostada vida. Sólo sabemos lloriquear para que papá nos regale otro juguete, cuando nunca estuvo la habitación tan repleto de ellos.  

   Es verdad que lo logramos, pero no lo debimos hacer bien del todo, porque ahora el chiringuito se nos viene abajo por los 4 costados. Fallamos a la hora de establecernos límites  y lo quisimos todo de golpe, lo justo y hasta los múltiples regalos inmerecidos. Nos autoengañamos al convencernos de que la fiesta jamás terminaría y, mientras sonaba la música de la verbena monetaria, jugábamos a la ruleta junto a jueces tahúres, políticos embaucadores y banqueros estafadores que dejaban propinas suculentas al casino del sistema. No supimos poner fin a tal desmadre y hoy, tras tantos latigazos de tóxica ginebra, la resaca nos aboca a la entrada del infierno. ¡Qué lloricas somos! Si ya lo logramos una vez, cómo no va a ser posible volver a conseguirlo. Sólo necesitamos tener la voluntad de hacerlo y la unidad total para intentarlo. Digo yo que algo habremos aprendido y la próxima vez sí sabremos ponernos límites, aunque ¿quién sabe si seremos capaces de contener las ambiciones soñadas? Ya lo dijo Schopenhauer: La vida y los sueños son páginas del mismo libro.

   En fin, que razones para quejarnos las tenemos. Es evidente. Pero tenemos muchas más para seguir luchando en la mejora del sistema democrático que tan mal iniciamos hace ya 37 años. Vamos a quejarnos menos y vamos a luchar y trabajar más  por conseguirlo. Y sin que corra la sangre, por favor. Y hagámoslo desde el pacifismo y la honestidad más absoluta, porque esa será la única manera posible de conseguirlo. A los que perdieron totalmente la moral y vendieron su dignidad para colmar su codicia habrá que condenarlos a un justo castigo y habrá que repartir entre todos cada euro desfalcado, pero sin venganza, ni listos o aprovechados de por medio. Tendremos que imponer sobre nosotros mismos las mismas medidas de control público que exigimos para los demás. Tendremos que aceptar de corazón el hecho de que todos somos exactamente iguales, sin vanidades insanas que hacen que un individuo se crea o sienta superior a los demás. Tendremos que aprender a compartir y a colaborar, afanándose más cada uno en la entrega, antes que en la exigencia. Tendremos que creer, firmemente convencidos, en lo maravillosos que podrán llegar a ser nuestros tiempos del futuro, si todos nos unimos en el empeño.

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