lunes, 15 de octubre de 2012

EL CORAZÓN DE LA BELLEZA
                                                            
   Se llama Vanesa. Tiene 23 años y sus ojos son dos charcos profundos a los que se asoma cada noche esa luna refulgente que está atrapada en la oscuridad. Debería tener un inmenso horizonte por delante, pero hoy todo es sombrío y la esperanza se le muere en cada latido débil en su pecho. Padece una miocardiopatía hipertrófica. Un funesto regalo genético que le legó su padre, a quien apenas conoció, pues la dejó huérfana a sus 8 años. Una de esas enfermedades raras para las que aún no se ha hallado solución. Si todo va bien, en pocos años sentirá, en su pecho, el latir de su vida en el corazón de otra persona. ¡Qué milagroso! ¿Verdad? Que un mismo corazón pueda otorgar dos vidas. Aunque en el caso de Vanesa traiga nueva fecha de caducidad, ya que su problema no estriba en el órgano vital, sino en las paredes que lo envuelven.

   Fue hace dos años cuando le diagnosticaron la tragedia y, desde entonces, un marcapasos enterrado bajo su carne regula las revoluciones de su vida. Con 21 años era el momento de alzar el vuelo en el teatro de la subsistencia. Pero su búsqueda laboral fue cortada de plano por prescripción facultativa, ya que cualquier exceso le puede resultar mortal. Las alas no llegaron a crecer, se quedaron en dos muñones con cálamos atrofiados y punzantes que la hieren con sádica constancia, con la inercia un péndulo maldito. Como podrán imaginar, ella quisiera cotizar, tener el mismo derecho a un trabajo que los demás, entrar en el sistema, vivir, pero el sistema le dijo que no. Aunque tan sólo le reconoce una minusvalía física del 31%, con lo que ni puede trabajar para sobrevivir ni recibe compensación alguna con la que llevar, con un mínimo de dignidad, los segundos o años del cronómetro fatal que guarda en su pecho. Imagino que la pobre se sentirá como un parásito inútil cuando la miran los familiares. Cómo no se sentirá ante los ojos inquisitivos de los otros. De nuestras miradas.

   Aún así, ella es coqueta y presumida. No se rinde y la fuerza de su juventud es inextinguible. Se sabe la flor más bella y fresca del árbol. Y se acicala constantemente su larga melena negra de gitana y juega con sus pinturillas, sentada y en pijama, sobre la cama del hospital.  La brochita de rímel se posa sobre sus pestañas y el tiempo se detiene en ese instante, dibujando un trazo de Goya, tan bello como dramático, en el aire. Y en sus ojos de tierra estalla el ímpetu aromático de una preciosa primavera. Ya los médicos han conseguido estabilizarle la tensión, las pulsaciones y el ritmo cardíaco. Ya el rostro de Vanesa no es la neblina plomiza con el que ingresó, ya el sol fue trepando de nuevo hacia su faz y, ahora, luce radiante sobre sus pómulos y la voluptuosidad de su joven cuerpo se libera del obligado letargo. Por esta vez todo ha ido bien. Pero ¿qué ocurrirá de aquí en adelante? Si no puede cotizar, ¿le seguirá manteniendo el Estado la tarjeta sanitaria? ¿Y los medicamentos, seguirá financiándoselos? Lo más probable es que el Estado ya haya hecho números y, en el fondo, sepan que el cronómetro tiene un stop muy cercano. Total, para ellos Vanesa no será más que un caso interesante para la investigación y, a veces, si el caso coincide con el investigador adecuado, el encuentro puede resultar rentable. Por ahora no tiene por qué preocuparse, le dicen.  Pero todos sabemos cuál es la realidad, la cruda y cruel realidad. Seguramente Vanesa también lo sepa, pero me mira coqueta y me sonríe justo antes de que el inmenso corazón de la belleza explosione y se desborde por aquella habitación.

1 comentario:

  1. Crudas y verdaderas realidades,quizá algún día te cuente el caso de mi padre.
    Felicidades Francis,por ver todas las caras de esta psicodélica vida y,sobre todo,por hacerselas ver a los demás.

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