domingo, 5 de agosto de 2012


RUTINA

   Hacía un par de horas que los jefes nos habían comunicado el cierre de la tabacalera. Yo, junto con los demás trabajadores, engrosaríamos las listas del paro. Quince años entregados a cambio de la seguridad cotidiana que me proporcionaba la misma empaquetación de cigarrillos hora tras hora, día tras día y año tras año y ahora ¿qué iba a hacer? El forzoso cambio que me deparaba el futuro me abrumaba.
   En ello pensaba mientras, con un cigarrillo en la mano,  conducía camino de casa, absorto en la carretera siempre recta y la constante línea discontinua que dividía la calzada, cuando, de repente, la línea dejó de romperse y tuve que girar el volante ante la inminente curva que trazaba la carretera. El paisaje se volvió cambiante, pinos y eucaliptus nunca vistos aparecieron ante mis ojos. Aparqué el coche en el arcén, bajé la ventanilla y, lleno de rabia, lancé el cigarrillo encendido contra los árboles. Por unos instantes me sentí tan libre como la ceniza que, empujada por el aire, se desprende al fin del cigarrillo. Tan libre y tan quemado.







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