jueves, 2 de agosto de 2012


LA MASCOTA

    Desde que su esposo le dijo “me asfixias” y se largó, no quiso volver a confiar en los hombres, y se compró un perro al que mimó con desmesura. Lo alimentaba, lo abrigaba en invierno y lo acariciaba mientras le decía “que guapo está hoy mi niño” y cosas por el estilo. Cuando lo sacaba a pasear el perro tiraba de la cadena, no porque estuviera alegre, sino por indicar el camino a su dueña, no fuera a perderse. Sentía cariño por ella y una honda pena también. Así la rutina de los días forjaba su vida perruna aliviada si acaso cuando, tras los cristales de la ventana, veía a los niños del barrio jugando con otros perros.
   Un día su dueña se atrevió a soltarlo de su collar y corrió inquieto hacia otro perro al que atrajo hacia ella y, mientras esta lo acariciaba, él desapareció sin mirar atrás.

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