viernes, 17 de agosto de 2012


LA BUENA VIDA

Nos creemos civilizados, pero la barbarie se está apoderando interiormente de nosotros con el egoísmo, la envidia, el resentimiento, el desprecio, la ira y el odio. Nuestras vidas están degradadas por la ruindad de las relaciones entre individuos, sexos, clases y pueblos. La ceguera frente a uno mismo y a los demás es un fenómeno cotidiano. La incomprensión, tanto de lo próximo como de lo lejano, es evidente y no le damos importancia. El culto a la posesión y los celos carcomen a las parejas y a las familias. ¡Cuántos infiernos domésticos y cuántos, aún peores, en el trabajo y la vida social! Vivimos cargando con el veneno de la muerte en nuestro interior y tan mala vida tendrá el odiado como el odiador. El aspecto civilizado de las sociedades occidentales es aparentemente sano, pero en su corazón oculto late la barbarie, sin que el mensaje de fraternidad, compasión y perdón de las grandes religiones, ni la doctrina humanista de la laicidad, hallan hecho mecha en él.

Hoy, todo lo que carezca de precio deja de tener valor. Nuestras vidas se arrastran por la miseria moral, intoxicadas por compulsiones de posesión, de consumo y de destrucción, que disfrazan nuestras verdaderas aspiraciones o problemas. La obsesión por el éxito, el prestigio, el resultado final, la rentabilidad y la eficacia, hipertrofia el carácter egocéntrico de los individuos y esclaviza a gran parte de la humanidad, sometida a crecientes exigencias. El vacío interior de las personas se expande, dejando huecos en el alma para que aniden nuevos malestares. Las relaciones humanas se difuminan en el anonimato de las ciudades, los vecinos de un mismo edificio ya no se saludan, el discapacitado o el anciano no existe para los transeúntes y el indigente es invisible, mientras la guerra automovilística se recrudece, embriagados los contendientes por la energía desaforada de una mínima presión del pie. La celeridad en todos los ámbitos oculta en el ser humano una preocupante falta de sentido y dirección. No sólo perdemos el hilo de nuestro tiempo, también perdemos tiempo de nuestra vida en el cronometraje absurdo de nuestra existencia. 

El deterioro de nuestras vidas cotidianas es algo invisible porque cada individuo lo percibe únicamente desde su perspectiva subjetiva y decide tratar su malestar (depresión, desmoralización, ansiedad) de forma privada y oculta, recurriendo a antidepresivos. La sociedad capitalista que prometió la felicidad y el bienestar ha procurado malestar, a pesar de la acumulación de propiedades. Desde 1970 se ha multiplicado por diez el consumo de depresivos y euforizantes en las sociedades del bienestar y, en muchos países con alto PIB, el suicidio es ya una de las primeras causas de mortalidad. Olvidamos que el bienestar y la ausencia de enfermedades pueden ser compatibles con el malestar y la depresión. La tristeza, el abandono y la soledad son pandemias que buscan consuelo en la compra y el consumo. El consumo de productos que supuestamente aportan belleza, juventud, delgadez y seducción, se ha convertido en una nueva adicción que enmascara nuestra realidad. Tenemos atrofiado el concepto de diversión, olvidando que debe ser algo que nos dé placer y, aceptándolo como un sucedáneo que sólo nos distrae de nuestros problemas más importantes, entre ellos el hallazgo del sentido cierto de nuestras vidas.

Por todo ello, la reforma de nuestro modelo de vida y de nuestra conciencia social es imperativo y debe ir encaminado hacia la reconquista del arte de vivir. Cuanto más carecemos de una dimensión interior, más nos invade y nos oprime la lógica irracional de la maquinaria artificial y más se convierte en necesidad aquello que nos falta: la paz del alma, la serenidad, la reflexión sosegada, la búsqueda de otra vida que dé respuesta a nuestras aspiraciones verdaderas. La buena vida debería alejarse del espíritu del éxito, de la competitividad y sus resultados, del poder del dinero y del afán de lucro. La verdadera buena vida debería radicar en lo que todos sabemos en nuestro fuero interno, que nuestro interés primordial debiera ser la realización de nuestras potencialidades creativas. En nuestro concepto de bienestar o de “buena vida”, la calidad debe ser más importante que la cantidad, el ser ha de ser más importante que el tener, las necesidades de autonomía y de comunidad deben ir asociadas, el milagro poético de la existencia, con el amor como base fundamental, deberían ser nuestra verdad suprema. Liberados de los condicionantes y las obligaciones impuestas desde el exterior y de la intoxicación nociva de la codicia del capitalismo, las virtudes inherentes al ser humano conquistarían la conciencia dormida de la humanidad. Prisas, derrumbamientos personales, resentimientos, miedos y odios entre clases sociales, quedarían olvidados en esta carrera sin sentido ni lógica alguna y volveríamos a recuperar nuestros ritmos vitales ancestrales. Iríamos mucho más despacio, pero seguro que llegaríamos muchísimo más lejos y sin pérdidas irremediables.

Texto inspirado en la obra “La vía” de Edgar Morín.   

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