jueves, 2 de agosto de 2012


DOCTRINAS DE LA MUERTE

Creo que deberíamos indagar más en la teoría humana y anular de una vez las doctrinas ideológicas, económicas, religiosas o de cualquier índole. Porque las doctrinas sectorizan, parcelan y reducen el maravilloso universo del pensamiento humano, mientras que la teoría humana  abre el pensamiento, dotándolo de alas que surcarán sin temor el cielo de las múltiples posibilidades, dando como respuestas a las preguntas filosóficas del ser humano la complejidad social en el que vive y la comprensión empática de los que te rodean. La teoría nos amplía la visión con distintas realidades interrelacionadas e interdependientes entre sí, lo cual nos otorga una percepción más objetiva de la realidad que nos circunda, mientras que la doctrina concentra nuestro pensamiento en ideas fijas que nos pueden llevar a una percepción ilusoria de la realidad. Hitler estaba convencido de salvar al mundo acabando con la “plaga” de judíos y Stalin veía enemigos ilusorios hasta en sus más fieles capitanes, asesinando a muchos de ellos o condenándolos a los gulags siberianos de por vida. Ahora sabemos que muchas creencias o doctrinas del pasado no fueron más que meras ilusiones. Hemos sabido que las certidumbres bucólicas de los comunistas sobre la Unión Soviética de Stalin o la China de Mao no fueron más que burdas ilusiones y que la aseveración rotunda de la supremacía aria no fue más que absurda superchería. Hoy comenzamos a saber que las verdades publicitarias del neoliberalismo económico también eran engañosas e ilusorias.

Sin embargo, ¿por qué nos es tan difícil acabar con los dogmas adquiridos?, ¿por qué nos es más cómodo permanecer en la fe irracional de nuestras doctrinas adquiridas, en vez de buscar la libertad intelectual que impone el riesgo de abrir las alas al pensamiento complejo y universal? Creo que es porque adoramos en exceso nuestro limitado espacio y nuestra privacidad y adolecemos en demasía de una soberbia tóxica que envenena nuestra capacidad de reflexión ante las incertidumbres. Sí, he dicho nuestro espacio, porque el concepto de propiedad individual ha pervertido la capacidad reflexiva del hombre. Y cuando hablo de propiedad no sólo me refiero a lo tangible, también consideramos sólo nuestros los dogmas matizados; la concepción histórica de nuestra visión del mundo,  narrando los hechos desde nuestra única perspectiva ilusoria; los mitos a los que adoramos como los únicos dioses del saber y por eso nos apoyamos en ellos para dar veracidad certificada a nuestras palabras. Lo malo de todo ello es que... (y aquí va un ejemplo de lo dicho anteriormente) …como decía Lenin: “Los hechos son tozudos”, pero la ideas lo son más y saben ocultar los hechos. Es decir, que al igual que allá donde impera un Dios se puede morir o matar por él, también se puede matar por una idea sin darnos cuenta de su básica irracionalidad. Y el culto a nuestra privacidad nos anula la capacidad de comprensión del otro y hace imposible la empatía social verdadera, sin aditivos hipócritas, ni falsos sentimentalismos.

Imaginemos, por un momento, un aula de un colegio en el que los chicos y chicas hablaran durante las dos primeras horas sobre las experiencias vividas en su entorno social, familiar, etc, durante el día anterior y comentasen sus sentimientos ante las situaciones experimentadas. Que compartiesen sin pudor con educadores y los demás compañeros lo que sienten ante el divorcio de sus padres, la injusta humillación sufrida por el hermano mayor, la emoción del primer beso, la concepción que cada uno tiene sobre el amor, la justicia, el bien y el mal, etc... Sin tapujos ni paños calientes que alivien la realidad. Sólo dos horas cada día en el sistema educativo dedicadas a la comprensión del otro, a la apertura de realidades, ya sean dulces o amargas, ajenas a la realidad mutilada de uno mismo. El resto del día lo dedicarían a las ciencias educativas imperantes hasta ahora, pero con la salvedad de poner mayor hincapié en la construcción de redes colaborativas conjuntas, en la erradicación de la malsana competitividad y en la complejidad del universo humano y social. Enseñarles, por ejemplo, todas las religiones y, luego, dejarles optar libremente por aquella que desea o rechazarlas todas si así lo deciden. ¿Qué resultados pensáis que tendríamos al cabo de los años, cuando ya fueran adultos?

Entonces, ¿por qué seguimos adoctrinando a nuestros niños, tanto los unos como los otros, si ya sabemos que es lo mismo que ir sembrando el fanatismo irracional entre los hombres y mujeres de la sociedad en la que obligatoriamente debemos convivir? ¿Es que acaso idolatramos, sin saberlo, a las guerras y a la muerte?  


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