lunes, 23 de julio de 2012


LA FICCIÓN QUE NUNCA DEBIERA CONVERTIRSE EN REALIDAD

 

   El asesino, antes de descargar dos tiros certeros sobre la cabeza del doctor Patarroyo, le comunicó que su Beretta 92 había sido bautizada en los laboratorios farmacéuticos de sus jefes con el nombre de malaria y que esta vez la vacuna desarrollada por él no podría salvarle. Nadie en la O.M.S., organismo al que el doctor Patarroyo donó altruistamente la patente, pudo evitar que su entierro se llevase a cabo en la más estricta intimidad, por no decir anonimato. Eso sí, el costo del entierro fue asumido inmediatamente por el presupuesto público que el Banco Mundial destina a la investigación científica, el mismo que financia las dos terceras partes de la investigación en los laboratorios privados.

   Nadie supo quién, meses después, dejo aquella nota sobre su tumba. La humanidad pudo deberte tanto y, sin embargo, ahora perece ahogada por las deudas contraídas con tus asesinos, decía la nota escrita sobre un billete de dólar. Ese era el costo de su vacuna puesta en el mercado, si hubiera llegado alguna vez al mismo. Un mercado global y “solidario”, inundado de vacunas contra la malaria, fabricadas en laboratorios privados, en el que cualquier ciudadano del mundo podrá adquirirlas al módico precio de 25 dólares.

 

 

 





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