martes, 5 de junio de 2012


ANOREXIA

 
   Sara, 23 años y 170 centímetros de altura, se pesó en la báscula del baño: 39 kilogramos. No podía creer que realmente hubiera perdido peso porque, al mirarse en el espejo, seguía viendo esos horribles michelines que abultaban su vientre y la grasienta papada que colgaba de su barbilla. Desde pequeña admiró esos maniquíes de los escaparates de las tiendas, el glamour que exhibían con sus vestidos de última moda, la piel de cerámica blanquecina de sus rostros, la lividez de sus mejillas, el mate sin vida de sus ojos. Sara siempre quiso ser una de ellas. Y seis meses más tarde lo consiguió. Su cuerpo adquirió la justa medida, la deseada. Compró entonces el maniquí más hermoso, lo cortó transversalmente, por la mitad, introdujo su cuerpo en el interior y unió las dos partes. Una vez ya colocada en el escaparate de la tienda elegida, observaba tras el cristal el rostro de las niñas que la miraban desde la calle, con esa estupefacción que tan sólo las diosas pueden generar. Era tan feliz que no sentía hambre, ni dolor, ni frío, sólo el leve fundido de una vela que se va apagando, al consumir lentamente el oxígeno que la alimenta. Hoy sigue siendo un maniquí perfecto, pero ella no lo sabe. Murió hace dos horas y su cuerpo comienza a pudrirse, dentro del hermoso sarcófago.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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