lunes, 28 de mayo de 2012


UN DÍA DE AUTOBÚS

A muchos os imagino como yo, pertrechados tras los cristales de una casa ajena, mirando la acumulación de negritud en el cielo que divisamos, esperando que la noche definitiva se cierna sobre nuestros cuerpos y ya no vuelva a amanecer. Tenemos miedo, sí, ¿a qué negarlo? Sabemos que en cualquier momento la amenaza de la tormenta entrará por alguna rendija de la puerta o las ventanas y ya nada podremos hacer. Será el vendaval en forma de multa, de una enfermedad inesperada, de alguna metedura de pata del hijo o, simplemente, una llamada telefónica del banco, anunciándote un embargo, la que rompa ese equilibrio tan frágil que, hasta ahora, hemos  logrado mantener. Así de fácil, así de azaroso. A cualquiera nos puede tocar, a ti también, no lo dudes. Ayer yo no pude más y decidí cruzar el umbral del miedo, no el de la desesperación, ese umbral no me gusta nada, ese es el umbral que cruzan los cada vez más suicidas de este país. Yo preferí cruzar el umbral del miedo, porque a mí me encanta la vida, aunque conlleve sufrimiento.

Salí de casa, tras semanas de encierro, y decidí recorrer toda la ciudad en autobús. Quería ver otros barrios, observar el rostro de esos hermanos ausentes, que el sol estallara en mi rostro, que la realidad se pavonease frente a mí.  Partí desde el centro de la ciudad. Allí todo eran prisas y miradas perdidas. Los trajes de los ejecutivos impecables y sus maletines tan sellados como siempre. La clase media estaba ocupada al teléfono, rogando un mayor plazo en los pagos. Y el edificio de servicios sociales de la comunidad, ese al que la gente necesitada de la ciudad se ve obligada a ir para pedir ayuda, estaba aún más abarrotado que el catering que el alcalde del PP celebraba en la Casa Colón, perteneciente a la concejalía de festejos del ayuntamiento de mi ciudad. Un día normal, sí, pero con un sol espléndido que me acariciaba la nuca. Despachos ocultos en los que se ejecutan hipotecas, reuniones políticas en las que deciden cómo repartirse el pastel y contenedores intactos y rodeados de policías. Ya veis, como el centro de cualquier ciudad, la vuestra, por ejemplo.

Parada a parada nos fuimos adentrando en los barrios, con sus bares llenos de personas inactivas, con barba descuidada los hombres de cierta edad y con el peso terrible de la ira, flamante y orgullosa, en las miradas de los más jóvenes. Las madres, de supermercado en supermercado, buscando incansables las mejores ofertas. Mientras, subió al autobús una señora de pelo escaldado en la peluquería y abrigo de piel, a pesar de los 26 grados de temperatura. Se sentó frente a una chica con un piercing en los labios y la miró mal. La piel sintética de su abrigo se erizó al pasar, muy cerca, de un negro. Somos idiotas, con la que se nos viene encima y aún estamos preocupados por la apariencia. Los escasos diálogos del autobús versaban sobre lo mal que estaba el trabajo, a excepción de dos chavales que discutían sobre qué equipo era mejor, si el Real Madrid o el Barcelona.

A través de las ventanas del autobús observaba los barrios más periféricos. Las ropas inmaculadas pendientes de los tendederos, los gitanos, comidos por la mierda, pero luciendo con orgullo el oro de sus alhajas, los niños, ajenos a todo, jugando felices en los patios de los colegios, el verdor de las pequeñas plazas y las trincheras de los edificios, la gente más pobre durmiendo sobre los bancos de metal, la columna interminable de buscadores de alimento en contenedores de basura, los continuos desfiles policiales, tratando de amansar a la fiera, esa sobre la que todo el mundo se pregunta que cómo es posible que todavía permanezca dormida. La bestia no está dormida, está fragmentada, recelando los unos de los otros, como si el vecino fuera el enemigo. Su vista no alcanza hasta la altura de esos despachos en los que se decide su vida y su utilización en el engranaje del sistema, el mismo que les oprime y les tiene condenado a la exclusión y a la pobreza.

El resto del viaje fue a la inversa, pero en este caso, desde la ventana se veía el río. El sol brillaba como la plata sobre la superficie del agua y la belleza de la vida se mostró ante mis ojos como hacía tanto tiempo atrás. Cerré los ojos y estuve volando durante unos minutos sobre el mar, libre, como un albatros que domina el viento y es capaz de esquivar hasta la tormenta más terrible. ¡Que poco cuesta soñar! ¡Y qué intensa puede llegar a ser la vida en esos instantes!  La realidad se impuso nuevamente al regreso al punto de donde partí. Allí los financieros seguían haciendo ingeniería contable, los políticos seguían con sus negocios, los jueces seguían mirando para otro lado, los policías controlaban a los infiltrados y se ocupaban de que los barrenderos cumplieran con su trabajo y el edificio de los servicios sociales seguía igual de abarrotado. Miré al sol, le di las gracias y volví a encerrarme en casa. Y la verdad, ya no estoy muy seguro de dónde está la realidad, si en esta red por la que os transmito este mensaje o en la calle, tan tangible de piedras y de muros. Lo que sí tengo claro es que todos podemos perder el miedo. Señores, ya es necesario que salgamos todos y volvamos a llenar las plazas.



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