miércoles, 30 de mayo de 2012


¿NOS DAMOS CUENTA?


Ayer, mi hermano pequeño me decía: “Francis si hace tan sólo dos años alguien me hubiera dicho a mí que con 425 euros se puede llevar una casa adelante le hubiera dicho que me mentía y ahora, ya ves, se puede, yo lo consigo”. Yo le miraba a él y a su bebé y pensaba: “Menos mal que se quedó él con la casa sin hipoteca de nuestros padres”. Mi hermano pequeño es un tío grandullón, de esos de gimnasio. Trabajó durante años de portero de discoteca, aunque también echó alquitrán en las carreteras, pintó barcos, construyó paredes de edificios…, y estos dos últimos años, si le salía alguna chapuza conseguía salir de la depresión abismal en la que le hundió el paro. El siempre fue así, es incapaz de estar sin hacer nada y si necesitas ayuda, él siempre está ahí. Me decía también que, desde primeros de año, no le salían ni chapuzas, que nadie tiene dinero ya para arreglar nada, que todo se deteriora, se viene abajo y nadie hace nada por evitarlo. Ni los que tienen el dinero guardado te contratan ya, Francis, me decía, como si tuviesen miedo de que nos demos cuenta.


 Según el gobierno del PP, mi hermano es un delincuente fiscal, porque aprovecha si le sale alguna chapuza para llevar algo más de dinero a su hogar, aparte de la ayuda de 425 euros, para poder alimentarse y vestirse, él, su mujer y sus 3 hijos, incluido un bebé de seis meses. Mi hermano será perseguido posiblemente por los mismos inspectores fiscales a los que jamás les ordenaron investigar sobre los propietarios de los 80.000 millones de euros que defraudan las grandes empresas en nuestro país cada año. Esos no son delincuentes según el PP, como tampoco lo fueron con el PSOE. Esos, ahora, son benefactores a los que les perdonamos su desliz a cambio de un mísero 10% de su capital y, de la noche a la mañana, por la milagrería de la amnistía fiscal del PP, el tesoro robado al erario público y escondido se vuelve dinero legal en mano de sus propietarios. 


¿Existe realmente la justicia en este país?



Recuerdo que muchos años atrás le dije un día a mi mujer que me sentía un privilegiado por dos razones: La 1ª porque había nacido en un país que tenía cobertura social para sus ciudadanos. Sanidad y educación gratuitas. Un país en el que los derechos fundamentales de sus habitantes eran amparados por una constitución democrática en la que todos éramos iguales. Y la 2ª porque había nacido en un tiempo histórico y en una zona geográfica concreta en la que posiblemente jamás conocería una guerra. Pues bien, ya no estoy seguro ni de una razón, ni de la otra.


Ahora vivo en un país en el que muchos ciudadanos, cada vez más, encuentran más cobijo en un contenedor de basura que en su representante municipal que, encima, le multa con 700 euros si osa acariciar la tapa del contenedor. Un país con medio millón de familias desahuciadas de sus casas, con casi dos millones de hogares en las que ningún miembro tiene ingresos. Un país en el que se permite legalmente que los bancos les roben a los ciudadanos, como ha ocurrido con las preferentes o con las escandalosas indemnizaciones y dividendos de Bankia, por ejemplo. Un país donde se perdona judicialmente a los estafadores y prevaricadores de fortunas, como el señor Botín, a quién se le archivan las causas judiciales casi sin explicación, y si no, se le amnistía por gracia del gobierno, el que esté, da igual. Un país en el que si protestas le ordenan a la policía que te revienten a porrazos, y da igual si eres anciano o niño. Un país en el que los trabajadores no tienen derechos y los pensionistas y jubilados no somos más que una carga molesta. Un país en el que a los ciudadanos no se les concede ni tan siquiera la dignidad. Un país en el que el juez supremo se costea viajecitos, y quién sabe si hasta putas, con el dinero del erario público, el abyecto señor Dívar.


De la segunda razón ya tampoco estoy seguro, porque esa depende de todos nosotros, del 100%, del 99%, pero también del 1%. De que juntos podemos evitarlo y arreglar la situación, estoy seguro. Pero es necesario que cada vez seamos más y que sigamos siendo ejemplares en nuestro comportamiento y honestidad manifiesta. Es de obligatoriedad moral intentarlo, por nuestros hijos y nuestros nietos. Ellos merecen un mejor legado que el de la competitividad, la usura, la ambición y la codicia. Ellos merecen un mundo más justo, más digno, más humano, en el que el amor opaque al odio.


No podemos permitir que nuestros vástagos acaben matándose entre ellos, porque no nos atrevimos a luchar por ellos. Y eso, señores, es lo que ocurrirá si no nos unimos en el objetivo común de salvar la democracia, la justicia y los derechos humanos y ecológicos del planeta.





No hay comentarios:

Publicar un comentario