sábado, 26 de mayo de 2012


LA SEMILLA

   Prisa, mucha prisa, aceleramos sin freno nuestros pasos sin saber, en realidad, adonde nos dirigimos, porque la aceleración continua nos impele al precipicio de la ceguera más bruna.
  
  Sobre las dunas arenosas del desierto del Sudán camina un hombre que ha perdido sus pasos, el pájaro que vuela sobre su cabeza se apiada de él y abre el pico, soltando la semilla que encontró allá en tierra fértil. El hombre mira hacia el cielo y no ve nada, ni siquiera una nube. Con sus manos siembra la semilla en la árida superficie del desierto, y espera, espera pacientemente. Riega cada día con la única humedad posible (sus lágrimas) la mínima extensión de arena que la cubre. Y sigue esperando con tenacidad absurda hasta que el cuerpo cede y se abandona a ser comido por el sol y los buitres. Entonces, los líquidos de la putrefacción fertilizan la semilla y ésta comienza a germinar pausadamente, arraigada con fuerza a la arena más voluble e hinchándose de frutos poco a poco. 

Ese arbusto verde, hermoso y preñado que es ahora, quiere regalarnos esos frutos y espera pacientemente una mano humana que la alivie, espera con resignación que alguien perciba su milagro. Pero es imposible, la aceleración sin freno de nuestros pasos ha sellado la ceguera permanente en unos ojos inmensos y acechantes que ya nada reconocen. La planta acaba muriendo a nuestro lado, implorándole a los pájaros en su último estertor que recojan sus semillas con el pico y divulguen su mensaje desde el cielo. 


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