lunes, 28 de mayo de 2012


BELLEZA ROBADA (Metáfora en clave ecológica)

   Cuando dejamos atrás la casa de piedra, las encinas frías y las copas amables de los alcornoques y llegamos a la ciudad, quedé absorto al contemplar, desde el penacho de La Joya, cómo la abrazaba un estuario larguísimo, cuyos meandros inequívocos me hacían ver allí un enorme lagarto azul y verde semienterrado en la arena. Aquella fue mi primera visión mágica de una ciudad de frescor de hoguera y atardeceres de membrillo.

   Con el tiempo la alegría se instaló en la cotidianidad de la familia y, a pesar de convivir en una especie de nicho incrustado en una colmena de ladrillos, la faz de mis padres exhalaba luminosidad de albaricoque. Y es que la jornada laboral en las nuevas fábricas no dejaba lugar al ocio, pero sí colmaba la mesa de viandas, cubría los pies de la humedad y nos revestía de una cierta dignidad social.

   Todos los sábados, mi madre y yo, acompañábamos a mi padre en su camino hacia la factoría, paseando por una alameda de eucaliptus, cuyo oráculo de raíces y sombras, devoraba la luz y la sangre verde de las flores. En el trayecto, mi padre nos narraba la historia aquella del cuerno de la abundancia o la del vellocino de oro o la de la multiplicación de panes y pescados. No sé, historias en las que él creía tenazmente y que ampliaban sueños y esperanzas en mi madre. Yo, la verdad, no permanecía muy atento a ellas. Prefería lanzar piedrecillas con el afán de atinar a alguno de los pececillos muertos que flotaban en la orilla de la ría. Y cuando llegábamos a la puerta, él se marchaba al estómago de aquellos hierros y yo pegaba la cara a los barrotes de la reja, hasta perder de vista sus pasos. Luego, a la vuelta, me entretenía jugando con los fonemas de las extrañas palabras que allí se oían (sul-fu-ro-a-zu-fre-sul-fa-to), mientras los ojos del lagarto azul y verde se cerraban temerosos al influjo de la luna.

Y, ahora, ya ves, ahí está mi padre con su rostro incorporado a los barrotes de la reja. Un rostro de surcos inefables, de arrugas complacientes y cuya mirada es un pozo vacío de orgullo, en el que se halla cifrado un “te comprendo”, un “yo también vi las pupilas irisadas de aquella ciudad engalanada de aromas a breva madura, de amaneceres de rocío denso en pieles de tomillo y yerbabuena. Y hoy, al igual que tú –no soy ciego, hijo- sólo veo en sus ojos alma de berruecos, hondura de mica, crepúsculo inmisericorde de humos y ceniza”.

Henchido de serenidad desaparece en mí la desazón. Sí, mi padre comprende que me encadenase a aquella tubería, destrozándola, en protesta por sus vómitos venenosos. Con un guiño cariñoso me despido y me marcho hacia la celda. Y él permanece con el rostro adherido a los barrotes de la reja, mirándome hasta perder de vista mis pasos.

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